Para la historia, esta imagen de Aída Avella. Sentada a solas en el escenario dispuesto para el acto oficial que no fue, aparece la corajuda dirigente de Unión Patriótica, inclinada la cabeza, como agobiada bajo el peso de los 6.900 compañeros asesinados, mientras ahoga un grito de protesta por la ofensa del presidente que no llegó. No llegó Petro al acto solemne de reparación a las víctimas del partido liquidado por genocidio, que ordenaba la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Dejó plantados a 2.000 familiares y sobrevivientes que venían del país entero y del extranjero tras 30 años de esperar el día en que el Estado reconociera su responsabilidad en el exterminio de ese movimiento y pidiera perdón. Entre lágrimas y reclamos se echaron bajo el brazo las maquetas que recordaban al padre, a la madre, al hermano, al amigo sacrificados, y se marcharon. No llegó el presidente porque tenía gripa. ¡Como si dejáramos los colombianos de cumplir nuestro deber porque tengamos gripa! Menos, cuando media un deber sagrado que no puede reemplazarse con un mensajito en X.
El exterminio de la UP marcó un hito en la historia de la violencia política en Colombia, reza informe del Centro Nacional de Memoria Histórica de 2018, que me permito glosar. Su origen, desarrollo y desenlace fatal llevan la impronta del conflicto armado, pues la UP fue movimiento político resultado de negociaciones de paz entre el Gobierno de Betancur y las FARC en 1985, para convertirse en víctima de violencia sistemática y generalizada cuyo objeto fue la desaparición del grupo: se cometió un genocidio político.
Surgió la UP como medio de transición de las armas a la política y abarcó otros sectores de la izquierda legal, como el Partido Comunista, organizaciones agrarias y sindicales. Hacia adentro, debió lidiar con el deslinde con las FARC para afirmar su autonomía como fuerza civilista. Hacia afuera, debió enfrentar la oposición de políticos, paramilitares y uniformados que no le reconocían legitimidad, repulsa que terminó en exterminio. Este se resolvió en violencia visible cuando de matar líderes se trataba y en masacres de alto impacto para aleccionar comunidades. En particular, para amedrentar una fuerza que sorprendió en las urnas de varias regiones.
Un factor vital incidió en el ejercicio de esa violencia: la doctrina de seguridad nacional y su estrategia contrainsurgente; no diferenciaba esta combatientes de civiles e involucró en su guerra a sectores de la sociedad. Procedió mediante alianzas o redes de victimarios integradas por paramilitares, miembros de la Fuerza Pública, notables de la sociedad y aliados del poder público como jueces, que garantizaron su impunidad. El daño causado es individual y colectivo, material y moral, sicológico y político. La reparación tenía que ser individual y colectiva.
El exterminio de la UP es una tragedia nacional, postula el informe, e hirió a la democracia porque creó la idea de que debían negarse, aún con la muerte, expresiones políticas distintas de las tradicionales. Negó el pluralismo político. No menos grave fue el daño social: el exterminio fue de dominio público, pero su impunidad rampante impuso bozal a la sociedad. Y este silencio se tradujo en ausencia de un relato público que reivindicara a las víctimas.
Podrá uno preguntarse ahora cuánto contribuye a ese silencio ominoso la inexcusable ausencia del presidente Petro al acto de reparación de la UP: ¿se sentirán más aliviados los que dispararon contra ella y los que idearon su extinción? ¿Seguirán sin sanción social o política? ¿Presidirá un día el primer mandatario el acto de reparación que las víctimas esperan todavía? ¿Dará lustre diferente a su discurso de paz, vida, reconciliación y justicia? ¿Le pedirá perdón, a título personal, a Aída Avella por la inmerecida humillación?
Para la historia, esta imagen de Aída Avella. Sentada a solas en el escenario dispuesto para el acto oficial que no fue, aparece la corajuda dirigente de Unión Patriótica, inclinada la cabeza, como agobiada bajo el peso de los 6.900 compañeros asesinados, mientras ahoga un grito de protesta por la ofensa del presidente que no llegó. No llegó Petro al acto solemne de reparación a las víctimas del partido liquidado por genocidio, que ordenaba la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Dejó plantados a 2.000 familiares y sobrevivientes que venían del país entero y del extranjero tras 30 años de esperar el día en que el Estado reconociera su responsabilidad en el exterminio de ese movimiento y pidiera perdón. Entre lágrimas y reclamos se echaron bajo el brazo las maquetas que recordaban al padre, a la madre, al hermano, al amigo sacrificados, y se marcharon. No llegó el presidente porque tenía gripa. ¡Como si dejáramos los colombianos de cumplir nuestro deber porque tengamos gripa! Menos, cuando media un deber sagrado que no puede reemplazarse con un mensajito en X.
El exterminio de la UP marcó un hito en la historia de la violencia política en Colombia, reza informe del Centro Nacional de Memoria Histórica de 2018, que me permito glosar. Su origen, desarrollo y desenlace fatal llevan la impronta del conflicto armado, pues la UP fue movimiento político resultado de negociaciones de paz entre el Gobierno de Betancur y las FARC en 1985, para convertirse en víctima de violencia sistemática y generalizada cuyo objeto fue la desaparición del grupo: se cometió un genocidio político.
Surgió la UP como medio de transición de las armas a la política y abarcó otros sectores de la izquierda legal, como el Partido Comunista, organizaciones agrarias y sindicales. Hacia adentro, debió lidiar con el deslinde con las FARC para afirmar su autonomía como fuerza civilista. Hacia afuera, debió enfrentar la oposición de políticos, paramilitares y uniformados que no le reconocían legitimidad, repulsa que terminó en exterminio. Este se resolvió en violencia visible cuando de matar líderes se trataba y en masacres de alto impacto para aleccionar comunidades. En particular, para amedrentar una fuerza que sorprendió en las urnas de varias regiones.
Un factor vital incidió en el ejercicio de esa violencia: la doctrina de seguridad nacional y su estrategia contrainsurgente; no diferenciaba esta combatientes de civiles e involucró en su guerra a sectores de la sociedad. Procedió mediante alianzas o redes de victimarios integradas por paramilitares, miembros de la Fuerza Pública, notables de la sociedad y aliados del poder público como jueces, que garantizaron su impunidad. El daño causado es individual y colectivo, material y moral, sicológico y político. La reparación tenía que ser individual y colectiva.
El exterminio de la UP es una tragedia nacional, postula el informe, e hirió a la democracia porque creó la idea de que debían negarse, aún con la muerte, expresiones políticas distintas de las tradicionales. Negó el pluralismo político. No menos grave fue el daño social: el exterminio fue de dominio público, pero su impunidad rampante impuso bozal a la sociedad. Y este silencio se tradujo en ausencia de un relato público que reivindicara a las víctimas.
Podrá uno preguntarse ahora cuánto contribuye a ese silencio ominoso la inexcusable ausencia del presidente Petro al acto de reparación de la UP: ¿se sentirán más aliviados los que dispararon contra ella y los que idearon su extinción? ¿Seguirán sin sanción social o política? ¿Presidirá un día el primer mandatario el acto de reparación que las víctimas esperan todavía? ¿Dará lustre diferente a su discurso de paz, vida, reconciliación y justicia? ¿Le pedirá perdón, a título personal, a Aída Avella por la inmerecida humillación?