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Es un tic. Un tic de siglos. A la primera insinuación de dar parcelas a campesinos, se activa en la derecha la máquina de lamentos y veladas amenazas contra la expropiación de tierras, que solo existe en su cabeza. Y en todas las leyes agrarias desde 1936, que este Gobierno elude. Un borrador de decreto que agiliza la compra de fundos para reforma agraria reduce el proceso de siete a dos meses y, lejos de expropiar, simplifica procedimientos de compra en vigor. Pero la oposición asocia el decreto con la ley ordinaria de jurisdicción agraria que el Gobierno radica ahora en el Congreso. Coco del latifundismo, porque entrega a jueces especializados la solución de los conflictos de tierra, donde se cuece la violencia que encubre a menudo abusos por ambigüedad o por dolo en el estatuto legal de la propiedad. Dos pájaros de un tiro. Mientras tanto, para mayor zozobra de la reacción, devuelve la ministra Carvajalino 8.430 hectáreas a campesinos despojados de Córdoba y anuncia para este mes entregas hasta de 50.000 hectáreas en el país. Semejante cantidad, de una tacada, no tiene antecedentes.
Parte de esas tierras había sido entregada hace años al Estado; la otra, incautada a ex jefes del paramilitarismo en Justicia y Paz. Fueron propiedad de quienes dirigieron las masacres más escabrosas, en Mapiripán, en El Aro, en El Salado, en Cabrera. A todos sorprendió la idea del presidente de reabrir el proceso de justicia y paz con el paramilitarismo, cuyo fin último sería “devolver todas las tierras (de paramilitares) que hoy tengan testaferros, políticos y otros grupos”. Anuncio que, de materializarse, abarcaría regiones enteras. Y ha de preocupar a más de un propietario que lo fuera en gracia de alianza poco católica. Aunque cabe preguntarse si estará el Estado preparado para garantizar seguridad a los beneficiados con esa restitución.
La usurpación paramilitar de tierras viene a consolidar el modelo inexpugnable de propiedad agraria en Colombia, el tercero más desigual del planeta. Su gran usufructuario ha sumado al privilegio ancestral la religión neoliberal, que también santifica la propiedad sin función social. Escribirá Absalón Machado en su más reciente obra, Relatos sobre Reforma Agraria en Colombia, 1960-2000, que en nuestras élites primó el apego a la propiedad marcado por la codicia de riqueza y de poder. Tras brillante recorrido sobre avatares y debates de la reforma agraria que no fue, lamenta la incapacidad de esta sociedad y de sus dirigentes para acometer el desarrollo desde la transformación de las estructuras agrarias. Se atizaron la violencia, el despojo, el desarraigo, el sufrimiento de amplios sectores de la población, señala, bajo la égida de una clase de propietarios más rentista que productiva.
El proceso registra el paso del reformismo agrario al desarrollismo como transición hacia el modelo neoliberal que prevaleció. Se transitó del desarrollo concebido como crecimiento con distribución al crecimiento económico por sí y para sí; de la planificación a la dinámica del mercado librado a las querencias de los menos. El reformismo agrario, concluye nuestro autor, fue un fracaso institucional y político. No dieron nuestras élites la talla para liderar el desarrollo que la historia les confió. Fueron inferiores a su destino.
Y es en este huracán donde se bracea a contracorriente, contra atavismos irreductibles, contra intereses particulares edificados sobre el sojuzgamiento de los más; contra arrebatos que denuestan la compra de tierras para repartir, la solución de conflictos en el campo por medio de la ley y un horizonte soñado de restitución en grande de predios arrebatados a sangre, fuego y notaría. Buen viento, buena mar.