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En los inicios de los diálogos con las antiguas FARC las declaraciones de esta delegación eran altisonantes, algo airadas. Los plenipotenciarios sentían que llegaban a un escenario de conversación con la certeza de no haber sido derrotados por los fusiles y que eso era suficiente para ganar varios pulsos. Con el tiempo y las vicisitudes propias de acabar una confrontación de décadas, los pronunciamientos fueron tornándose más responsables y coherentes con las expectativas del pueblo colombiano, con las heridas aún abiertas de la guerra y con la inmensa dificultad que conlleva mirarse al espejo y reconocer garrafales errores propios.
En contraste, el ELN aún no ha podido aterrizar en la realidad y continúa divagando en un mundo fantástico en donde la insurrección armada es respaldada por grandes masas que le ayudarán a conseguir en una mesa de negociación lo que no se logró en la guerra. Aún no les cae el veinte de lo que se disputa en la política colombiana en pleno 2024. Nos enfrentamos a la radicalización de discursos antiderechos, al agotamiento generalizado con todo lo relacionado con la paz, a una apatía radical con las negociaciones e incluso a la exigencia de “mano fuerte” de sectores que antes fueron determinantes en la construcción de un ambiente para la paz. Quienes hemos defendido y seguiremos defendiendo la salida negociada al conflicto armado, estamos cada vez más solos y desprovistos de argumentos, al borde de retroceder en décadas los avances democráticos que se han logrado a punta de esfuerzos ciudadanos.
Ya es hora de que el ELN se desnude de todos sus artificios; ahora les toca a ellos. Este es el momento en el que debe reevaluar de manera honesta la razón de ser de su existencia para reconocer que casi que el único el gesto histórico que depende de ellos, y que puede hacer avanzar el país y a sus millones de habitantes, es la continuación de las negociaciones y la firma de un Acuerdo de Paz. Ojalá iniciaran con la declaración de un cese al fuego unilateral para restaurar la confianza perdida de la contraparte, de la comunidad internacional y, sobre todo, de la sociedad civil.