Colombia es derecha
Cristina Nicholls Ocampo
Colombia es un país de derecha. Hay que aceptar este hecho sin drama ni histrionismo. Sin repartir culpas a diestra y siniestra. Con unos focos importantes de resistencia y contrahegemonía, la nuestra es una sociedad que hunde sus raíces en profundos valores conservadores donde la disidencia de pensamiento ha sido fuertemente penalizada con el estigma, la muerte o el exilio. Colombia es de derecha porque no serlo ha sido históricamente peligroso. Tan de derecha somos que nos tomó cerca de 200 años de vida republicana alcanzar el primer gobierno de corte progresista aunque otros países de la región han ido y vuelto varias veces en el espectro ideológico.
La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez no se debe a una transformación estructural de nuestra conciencia, sino más bien al hartazgo generalizado que despierta la clase política tradicional, que parasitó por décadas y empobreció a las mayorías del país. El estallido social fue muestra de ello, la gente con la soga al cuello se cansó de ver políticos a sus anchas haciendo gala de lujos y extravagancias mientras el resto aguantaba. La ciudadanía votó motivada por este malestar, esperando que el nuevo gobierno oxigenara el panorama nacional y propiciara transformaciones que mejoraran la calidad de vida de la gente, pero Colombia sigue siendo un país machista, racista y violento. Con esta panorámica debe maniobrar el gobierno de Gustavo Petro. Este periplo presidencial es un período de prueba en donde los colombianos no van a perdonar ni un desliz, pues están evaluando una forma de hacer las cosas que toda la vida han rechazado. Ante el menor error, la gente va a retornar a ese lugar conocido en donde sienten representados sus sentires godos, no importa cuán corruptos o vulgares sean los políticos tradicionales. Ya lo hicieron muchos en las elecciones regionales del pasado 29 de octubre, en donde regresaron al poder varias figuras de la vieja política.
No quiero decir con esto que las pasadas elecciones fueron un plebiscito contra Petro, como sostienen algunos, pero los alternativos sí deben ver en estas una campanada de alerta. En lugares como Cali, Medellín, Cúcuta y Cartagena se perdieron las alcaldías que habían ganado sectores alternativos. Las pobres gestiones de esas administraciones y los múltiples escándalos pasaron cuenta de cobro. Lo que pasó el 29 es un reflejo de lo que puede suceder en el 2026. A un poco más de un año de gobierno es momento de fortalecer lo que marcha bien y revaluar lo que anda mal. Hay que agilizar las transformaciones, hackear el Estado y entender rápidamente cómo funciona la maraña burocrática para destrabarla pronto. Hay que fortalecer la democracia interna de los movimientos y partidos, priorizar la formación política, organizar los espacios territoriales, avanzar en el derrocamiento de las barreras que tienen las mujeres para participar y recomponer la estrategia. Organizar la casa, proyectar a futuro y ejecutar. Aún hay tiempo y no todo es el desastre cataclísmico que pregonan algunos.
Colombia es un país de derecha. Hay que aceptar este hecho sin drama ni histrionismo. Sin repartir culpas a diestra y siniestra. Con unos focos importantes de resistencia y contrahegemonía, la nuestra es una sociedad que hunde sus raíces en profundos valores conservadores donde la disidencia de pensamiento ha sido fuertemente penalizada con el estigma, la muerte o el exilio. Colombia es de derecha porque no serlo ha sido históricamente peligroso. Tan de derecha somos que nos tomó cerca de 200 años de vida republicana alcanzar el primer gobierno de corte progresista aunque otros países de la región han ido y vuelto varias veces en el espectro ideológico.
La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez no se debe a una transformación estructural de nuestra conciencia, sino más bien al hartazgo generalizado que despierta la clase política tradicional, que parasitó por décadas y empobreció a las mayorías del país. El estallido social fue muestra de ello, la gente con la soga al cuello se cansó de ver políticos a sus anchas haciendo gala de lujos y extravagancias mientras el resto aguantaba. La ciudadanía votó motivada por este malestar, esperando que el nuevo gobierno oxigenara el panorama nacional y propiciara transformaciones que mejoraran la calidad de vida de la gente, pero Colombia sigue siendo un país machista, racista y violento. Con esta panorámica debe maniobrar el gobierno de Gustavo Petro. Este periplo presidencial es un período de prueba en donde los colombianos no van a perdonar ni un desliz, pues están evaluando una forma de hacer las cosas que toda la vida han rechazado. Ante el menor error, la gente va a retornar a ese lugar conocido en donde sienten representados sus sentires godos, no importa cuán corruptos o vulgares sean los políticos tradicionales. Ya lo hicieron muchos en las elecciones regionales del pasado 29 de octubre, en donde regresaron al poder varias figuras de la vieja política.
No quiero decir con esto que las pasadas elecciones fueron un plebiscito contra Petro, como sostienen algunos, pero los alternativos sí deben ver en estas una campanada de alerta. En lugares como Cali, Medellín, Cúcuta y Cartagena se perdieron las alcaldías que habían ganado sectores alternativos. Las pobres gestiones de esas administraciones y los múltiples escándalos pasaron cuenta de cobro. Lo que pasó el 29 es un reflejo de lo que puede suceder en el 2026. A un poco más de un año de gobierno es momento de fortalecer lo que marcha bien y revaluar lo que anda mal. Hay que agilizar las transformaciones, hackear el Estado y entender rápidamente cómo funciona la maraña burocrática para destrabarla pronto. Hay que fortalecer la democracia interna de los movimientos y partidos, priorizar la formación política, organizar los espacios territoriales, avanzar en el derrocamiento de las barreras que tienen las mujeres para participar y recomponer la estrategia. Organizar la casa, proyectar a futuro y ejecutar. Aún hay tiempo y no todo es el desastre cataclísmico que pregonan algunos.