Goodbye, Elizabeth

Cristina Nicholls Ocampo
15 de septiembre de 2022 - 05:30 a. m.
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Hace un par de meses terminé de ver todas las temporadas de The Crown y debo decir que la producción, las actuaciones y los planteamientos duales de la serie me gustaron mucho. Temas como la vergüenza, el perdón, el amor y el dolor gravitan permanentemente alrededor de la Corona que es y debe ser siempre el centro de la existencia de la familia real. Aterrizando en la realidad, creo que Isabel II defendió ese mandato hasta el último de sus días convencida como estaba de que su mundo estaba cobijado por un velo de deber y divinidad que la separaba a ella y a su familia del resto de mortales.

La semana pasada murió Isabel y con ella una era de devoción y cuidado a ese sentido místico. Llega al trono Carlos III, un hombre soso, desprovisto de misterio, elegancia y carisma, un rey que se mancha los dedos de tinta frente a las cámaras y es incapaz de contenerse mientras sale de la habitación maldiciendo. Solo en un par de días, Carlos ha demostrado que carece del talante, la disciplina y el convencimiento que se requieren para venderle al mundo ese manto de ensoñación y sobriedad que tan celosamente protegió Isabel II. Su completo desdén desnuda una naturaleza vulgar que es incompatible con la concepción de la Corona y ayuda a reavivar los pertinentes debates en torno a la vigencia de una institución anacrónica y violenta que está en deuda con el mundo y que parece antagónica con los retos de supervivencia que se nos plantean como especie.

El último bastión de la realeza está cayendo lentamente frente a nuestros ojos, sin la defensa de esa conexión divina la Corona va quedando reducida a polvo. Tal vez sea esta también una oportunidad para que los debates políticos se llenen de distintos y variados contenidos. Los pueblos afros, indígenas y gitanos han sabido plantarle una resistencia monumental al monopolio de la divinidad establecido por la Iglesia y la Corona. Un pequeño acto de subversión puede ser empezar a construir un reconocimiento místico que emerja desde adentro hacia afuera, que florezca desde abajo, que conecte con la vida plebeya de forma cotidiana, que no persiga en reyes y reinas un sentido que nos ha sido negado y que yace en cada uno de nosotros.

 

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