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Ante hechos ocurridos en los últimos días con el secuestro, la violación y el posterior feminicidio de la niña Sofía Delgado, se han asomado las mismas fórmulas de siempre cuando un horror de estos sale en la prensa: la cadena perpetua, la castración química, el asesinato. Pero pocas voces se detienen a reflexionar sobre el origen de lo atroz y cómo transformarlo para evitar más vidas despedazadas.
Bajo la retórica de las manzanas podridas, muchos han querido desestimar la sistematicidad de los crímenes contra las mujeres y las niñas. “Son sociópatas, psicópatas y monstruos enloquecidos”, dicen ellos para escurrirse de la responsabilidad colectiva que implica enfrentarse a dolores de este calado; sin embargo, basta echar una mirada a los datos para darse cuenta de la realidad: todos los días hombres de todo el mundo golpean, violan y asesinan mujeres. Ahí está abierta la herida del caso Gisèle Pelicot: expolicías, fontaneros, arquitectos, repartidores. El propio esposo de la víctima. Hombres normales, perfectamente integrados a la sociedad, funcionales y en apariencia inofensivos agreden a una mujer porque pueden, porque les han dicho que tienen el poder para hacerlo. Es todo dramáticamente cotidiano en tanto es todo producto de algo establecido que nos es común aquí y allá. Un sistema, una estructura, una configuración que alienta, celebra y ensalza el odio y la destrucción de las mujeres. No son entonces estos hombres lunares en un manto impoluto, tampoco son hijos de una posesión maligna fugaz: son varones corrientes a los que desde niños les trastocaron las nociones del respeto, el deseo y la verdad.
Ante esto, las mujeres llevamos décadas haciendo lo propio: organizándonos, resistiendo y denunciando, pero para transformar una estructura tan arraigada en las relaciones humanas es necesario también la participación activa de la otra parte. Ya es hora de que los hombres asuman lo que pasa y empiecen a cuestionarse. El desmonte de esta maquinaria terrorífica que deja millones de víctimas es tarea conjunta. Ningún niño nace para violador, no hay ningún gen que haga a los hombres violentos, no existe ningún destino manifiesto que los condene a la maldad. Tampoco hay una epidemia de psicopatía. Lo que sí existe es toda una estructura que debe ser derribada. Es la única manera de salvar vidas.