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El asesinato del presidente de Haití Jovenal Moïse conmocionó al mundo entero. A la vez, la noticia de la participación de mercenarios colombianos sirvió para proyectar la imagen de un país exportador de matones.
A estas alturas, no hay claridad alguna acerca de lo sucedido y solo circulan especulaciones. Mientras las autoridades haitianas señalan a los colombianos como perpetradores del magnicidio, se ventilan versiones según las cuales ellos habrían sido contratados para prestarle seguridad al presidente y habrían llegado después del asesinato. Lo único cierto es que todo es bien raro y que habrá que esperar que las investigaciones de la justicia haitiana esclarezcan, lo cual no genera mucha esperanza. Pero más allá de lo que verdaderamente sucedió, el mero hecho de que numerosos militares retirados colombianos estén involucrados en semejante asunto, pone de relieve la realidad del mundo de los mercenarios.
Desde hace varias décadas, especialmente a raíz de la Guerra en Irak, empresas privadas de seguridad pulularon en el mundo, unas bastante conocidas como DynCorp y Blackwater, que ofrecen una amplia gama de servicios a clientes muy disímiles. La mayoría de estas empresas y de sus integrantes son estadounidenses, británicos, israelitas y surafricanos. Durante estos mismos años, se forjó una estrecha relación entre el Ejército de Colombia y los militares estadounidenses como resultado del Plan Colombia. Más allá del entrenamiento, las armas, el equipamiento y la inteligencia satelital que éstos brindaron, introdujeron a los colombianos a la cultura y el mercado de los mercenarios. Un informe de El Espectador documentó varios casos, en países como Emiratos Árabes, Yemen, Libia, Afganistán e Irak, en los cuales han participado militares retirados colombianos.
En cuanto a los mercenarios capturados en Haití, el gobierno colombiano buscó rápidamente tomar distancia. El presidente Duque fue uno de los primeros mandatarios en el mundo para condenar el asesinato de Moïse, resaltando el papel que éste jugó en la estrategia contra Maduro y de inmediato despachó una comisión de alto nivel para asistir en la investigación. La Vice-Presidenta y Canciller Ramírez afirmó que sobre los culpables debería caer “todo el peso de la ley”. El consejero Guarín aclaró que no conocía a un primo suyo que se encontraba dentro de los detenidos. Y el Ejército Nacional emitió un comunicado: “no es política institucional auspiciar empresas, facilitar instalaciones o participar en entrenamientos de contratistas que presten servicios de seguridad en otras naciones”.
La participación de militares retirados colombianos en los sucesos en curso en Haití se suma a otros acontecimientos recientes relacionados. No hace poco, la JEP reveló 6.402 casos de falsos positivos perpetuados por militares. En estos días, la CIDH documentó gravísimas violaciones a los Derechos Humanos por parte de agentes del Estado y recomendó la separación de la Policía del Ministerio de Defensa, entre otras recomendaciones, rechazadas todas por el gobierno colombiano. A su vez, un grupo de militares retirados, liderados por el ex general Mora, emitieron una declaración temeraria reeditando el concepto de enemigo interno en la coyuntura nacional.
Ya en Estados Unidos, algunos congresistas se están preguntando: ¿en qué hemos gastado los millones de dólares de los contribuyentes estadounidenses entregados en estos años al Ejército colombiano? La pregunta es válida, pero es aún más pertinente, que nos hagamos la misma pregunta nosotros mismos, ya que por más importante que haya sido el aporte estadounidense, hemos sido los contribuyentes colombianos, de lejos, quienes hemos financiado el grueso de los costos que implica el funcionamiento del Ejército y han sido las familias colombianas quienes lo han surtido de personal.
Sin duda, la mayoría de los integrantes de la fuerza pública colombiana son gente buena. Conozco y he trabajado con varios militares honestos y dedicados, cumplidores de la ley. No se trata de generalizar ni decir que todos son asesinos. Pero tampoco nos podemos comer el cuento de que se trata simplemente de unos casos aislados, de unas pocas manzanas podridas. Lo cierto es que lo bueno, lo malo y lo feo, son todos productos de nuestras instituciones castrenses, de su entrenamiento, de su formación, de su manera de pensar, de las misiones que se les encomiendan.
Efectivamente, como país hemos invertido fuertemente en el Ejército. Contamos con el segundo más grande de América Latina (213.000 miembros), superado sólo por el de Brasil (235.000) que tiene cuatros veces más de población y siete veces más de territorio. Tenemos, por tanto, el deber de cuestionar acerca de la defensa y seguridad que se requieren en estos nuevos tiempos, el tipo y el tamaño de las instituciones armadas que necesitamos, y, sobre todo, cuál debe ser su misión.
Desafortunadamente, las Fuerzas Armadas han sido tema tabú en nuestra historia reciente. A raíz de la celebración de los 30 años de la Constitución de 1991, varios analistas señalaron que fue un asunto excluido en su momento. En el Acuerdo de Paz de 2016, constituyó una de las líneas rojas. El gobierno de Duque ha dejado claro que no está dispuesto a contemplar ningún debate ni asomo de reforma, más allá de cambiar el color de unos uniformes y el nombre a un viceministerio.
El cúmulo de noticias gravísimas y los posibles desenlaces de los acontecimientos en Haití nos obligan a no continuar evadiendo el asunto. Mientras tanto, el mundo nos seguirá viendo como un país exportador de matones y escenario continuo de graves violaciones a los Derechos Humanos.
* Profesor de la Universidad Nacional de Colombia y director de Planeta Paz.