Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Hace más de veinte años leí un titular en The Onion, un periódico de sátira que se publica en Estados Unidos, que decía: “Drugs Win Drug War”. Hoy lo retomo como título de esta columna porque es evidente que con los años, ya no se trata de un chiste, sino que constituye una acertada descripción de la realidad.
Las leyes antidrogas en Estados Unidos datan de la ola prohibicionista que produjo la enmienda constitucional de 1919 la cual abolió la producción y consumo de alcohol y que luego se extendió en contra de la marihuana, la cocaína y el opio. Pese a que dicha enmienda fue revocada en 1933, ante el aumento del consumo de alcohol y la proliferación de las mafias, la prohibición de las demás sustancias se sostuvo. Después de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos impulsó en el ámbito internacional la proscripción de dichas drogas que Naciones Unidas terminó adoptando en la Convención Única sobre Estupefacientes de 1961.
Pero fue Richard Nixon que en 1971 acuñó el término de “Guerra contra las Drogas”, como parte de su política doméstica para golpear a los movimientos juveniles que protestaban contra el racismo y la guerra en Vietnam. En los años ochenta, Ronald Reagan elevó el asunto a la categoría de política exterior, declarando públicamente en 1982 que las drogas ilícitas constituían un asunto de seguridad nacional y en 1986 firmó la directiva 221 donde le instruyó a las fuerzas militares de darle al narcotráfico el tratamiento de amenaza a la nación. Con el fin de la Guerra Fría, la lógica antidrogas substituyó al anticomunismo como eje central de la política exterior con varios países.
En el caso de Colombia, aunque todos los gobiernos desde ese entonces han expresado la intención de “desnarcotizar” las relaciones con Estados Unidos e incluso algunos intentaron promover el concepto de la corresponsabilidad, lo cierto es que el narcotráfico sigue dominando la agenda binacional. Entre tanto, a nuestro país le ha costado miles de vidas, corrompido y deslegitimado aun más al Estado y severamente trastocado los valores societales.
Han pasado cincuenta años desde que Nixon declaró la Guerra contra las Drogas y lo único que se puede constatar es su absoluto fracaso. En 2020 una comisión independiente y bipartidista le presentó un informe al Congreso de Estados Unidos donde señala: “Nuestro fracaso colectivo en controlar tanto el abuso de drogas como el narcotráfico ha tenido un enorme costo humano. … La industria de las drogas ilícitas ha evolucionado mucho más rápido que nuestros esfuerzos para contenerla.” Un fragmento del libro de María Emma Mejía publicado en este diario en días pasados hace una excelente radiografía del fracaso de la Guerra contra las Drogas, así como de las discusiones en la comunidad internacional al respecto. Por su parte, Juan Gabriel Tokatlián hizo la aguda observación en uno de sus análisis recientes sobre cómo la derrota de Estado Unidos y sus aliados en Afganistán había sido también un fracaso de la Guerra contra las Drogas.
Irónicamente, Estados Unidos, otrora líder del prohibicionismo, hoy se dirige hacia una dirección diferente. El cannabis de uso recreativo es legal en 18 estados y el Distrito de Columbia, a su vez que su uso medicinal está legalizado en otros 16 Estados. En Oregón este año se estrenaron leyes que descriminalizan drogas fuertes como cocaína y heroína. Mientras tanto, la línea dura del prohibicionismo a nivel mundial la lideran los países árabes, africanos, Rusia y China que aplica la pena de muerte a los narcotraficantes.
Desafortunadamente, la triste realidad es que Colombia no tiene y nunca ha tenido una política nacional contra las drogas, limitándose en la práctica a aplicar automática y acríticamente los lineamientos de Estados Unidos de militarización, extradición y fumigación. Las pocas señales de autonomía, como la despenalización de la dosis personal de marihuana por parte de la Corte Constitucional o la legalización de su uso medicinal por parte del Congreso, aunque significativos, han sido inconexas y el punto 4 del Acuerdo de Paz de 2016, que plantea repensar la política antidrogas, no ha sido implementado.
A buena hora, algunos candidatos a la presidencia han puesto el tema de las drogas sobre la mesa. Aunque cualquier cambio en el régimen internacional es un asunto complejo y no será de un día para otro, Colombia tiene la autoridad moral, por los altos costos que ha pagado, para liderar, si quisiera, un debate a nivel global acerca de los efectos del prohibicionismo represivo de las últimas décadas. Pero sobre todo, la campaña electoral que ya arrancó constituye una gran oportunidad para definir por fin una política nacional que contemple alternativas como la legalización y la descriminalización, que diferencie entre los distintos eslabones del fenómeno, promoviendo el desarrollo alternativo para los campesinos cultivadores de coca y tratando el consumo como asunto de salud pública. Una política que defienda en primer lugar los intereses y necesidades de las y los colombianos.
* Profesor de la Universidad Nacional de Colombia y director de Planeta Paz.