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Detectarlos tempranamente, ¿y desarraigarlos como en el pasado o volverlos aceleradores del cambio pedagógico local?
Nos gusta decir que en Colombia tenemos “mucho talento”. Probablemente pasa lo mismo en otros países. Pero no nos ufanamos de lo bien que cultivamos el talento. Por una razón principal: no cultivamos el talento, tal vez con la excepción de algunos deportes olímpicos.
Aunque ocurre igual en muchos países, según se lamentan los investigadores académicos, es curioso que hayamos avanzado en identificar potenciales futbolistas profesionales a los ocho o diez años de edad, pero no en detectar potenciales matemáticos, científicos y artistas, que a la misma edad también se pueden descubrir.
Cualquier sociedad depende para su progreso, en importante medida, de la cantidad de personas creativas en distintos campos que producen y lideran ideas, innovaciones y soluciones que redundan en beneficio de todos. Las potencias atraen los talentos de otras naciones y así se vuelven más fuertes.
¿Por qué un país habría de no buscar el talento descollante y asegurarse de desarrollarlo por interés nacional? Si el talento nace en las distintas condiciones socioeconómicas, ¿no es una medida de igualdad darles la oportunidad a los que no son hijos de padres educados y pudientes? Son preguntas que no responde nuestro sistema educativo.
No se trata simplemente de darles becas a los que han sobrevivido a la actual educación básica y media “apacigua-talento” o “mata-talento”, sino de un proceso que debe comenzar desde el preescolar. A todos los niños hay que estimularles sus capacidades naturales y el sistema educativo debe estar preparado para cuando aflore el talento muy por encima de la media. Ni lo uno ni lo otro.
Algunos países, y Colombia en el pasado, han tomado la solución de “desarraigarlos”: concentrar a las promesas de altas capacidades de orígenes humildes en instituciones que les pueden brindar la calidad de educación que necesitan, usualmente lejos de donde nacieron.
A comienzos de los años 40 del siglo pasado, muchos jovencitos muy inteligentes de 13 y 14 años con pantalones cortos cogieron su maleta, río y tren para llegar solos, por ejemplo, al Liceo Nacional de Varones de Zipaquirá. Otros eran becados para salir de sus veredas al colegio principal de la capital departamental. El “talento”, la inteligencia era el pasaporte, y el país se benefició mucho de eso.
La vía del “desarraigo” o relocalización no parece viable hoy, aunque Perú lo ha intentado en años recientes. Nosotros estamos arranchados en la fórmula de “no hacer nada”. Sin embargo, es posible otra solución: la de convertir a los talentos por encima de la media en “catalizadores” o “aceleradores” del cambio pedagógico en las instituciones educativas donde se encuentran.
Al centrar la educación en el estudiante, en sus habilidades naturales, sus intereses, sus estilos de aprendizaje y sus preferencias de expresión (son términos de Joseph Renzulli), para todos los alumnos, no solo para los más capaces cognitivamente, tendremos “carriles para vehículos rápidos, del mismo modo que carriles para alumnos más lentos (adaptaciones curriculares, profesores de apoyo, etc.)” (Javier Tourón), y no el gran trancón actual.
Este cambio pedagógico, indispensable en la reforma educativa, todavía se demora, por lo que conviene explorar fórmulas con metodologías activas complementarias a la tradicional. Queda, pues, esa “pulga en el oído”.