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Los privados construyen y el gobierno diseña el desarrollo urbano porque ha comprado tierra, según la fórmula de Peñalosa.
Oyendo durante ocho días en tres ciudades a Enrique Peñalosa parece que ha perdido la ambición de una reforma urbana y ve más viables proyectos urbanos en determinadas ciudades que cuenten con alcaldes competentes.
Una reforma urbana requeriría un gobierno decidido a comprar tierra de expansión y alrededor de las ciudades (de distintos tamaños), a diseñar mecanismos de mercado para orientar la renovación y el desarrollo urbano (crear propiedad privada con un activo público, la tierra), y a poner incentivos a los gobiernos territoriales para que usen esos mecanismos de reforma urbana, en un proyecto nacional liderado por el Ministerio de Vivienda, Ciudad y Territorio.
Aún si se hace gradual, sería de tal dimensión la reforma que tal vez exceda el espíritu colombiano. En Colombia no hacemos transformaciones tan grandes mediante intervención inteligente sostenida en el largo plazo. Declarar de utilidad pública predios y pagarlos a sus dueños con una mixtura de instrumentos financieros, incluyendo efectivo, podría ser una “batalla épica”.
Y la manera de no morir políticamente en el intento sería contar con una comprensión mayoritaria del bien de la calidad de vida y del acceso a una vivienda de interés social con un entorno que eleve el bienestar de las personas (parques, zonas deportivas, ciclo-rutas, aceras, colegios multifuncionales, alamedas, “centros felicidad”).
Con el 82 % de los colombianos viviendo en zonas urbanas, la democracia tendría que dar suficientes interesados, electores recurrentes, en las posibilidades de progreso y bienestar en ciudades cobijadas por un urbanismo comprometido con una igualdad básica de la calidad de vida, pero el padre intelectual de la reforma urbana se muestra escéptico, un poco como si su libro Ciudad, Igualdad, Felicidad fuera más para la inspiración de otros que su propia agenda.
La razón del escepticismo podría ser que la reforma urbana choca, como escribí hace dos años, con la mentalidad de los límites auto-impuestos a la capacidad de la intervención en la configuración de la sociedad.
“Límites en el tiempo (aparentemente cuatro años, por los ciclos de la democracia); en la magnitud (tanto por el horizonte político temporal como por la poca ambición de crear realidades) y en la financiación (porque hay temor a diseñar instrumentos financieros de largo plazo)”. En otras palabras, “el país de medianías”, que en obras causa más daño que en materia de caudillismos.
Los Planes de Ordenamiento Territorial, desajustados casi todos, son una oportunidad para pre-diseñar “mapas de urbanismo” transformador e igualador por lo alto en las ciudades, así sean de vigencia de 12 años solamente. No importa no tener ya los recursos para realizar los sueños de desarrollo urbano. Lo primero es saber cómo se quiere “vivir en ciudad”.
La pregunta, otra vez, es si estamos a tiempo para ajustar la mentalidad y el espíritu nacional y para mejorar sustancialmente las ciudades de distintos tamaños donde vivimos. Dice Peñalosa en su libro que “si las ciudades no se hacen dónde y cómo deben hacerse, después no pueden arreglarse”. Aunque él mismo es experto en “arreglar ciudades”, sea como ejecutor o como asesor en muchos países.