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En Colombia, 13 millones de personas viven bajo la línea de pobreza monetaria, el 27 % de la población, según la última medición del DANE para 2018. Son hogares con ingresos mensuales menores a los $257.000, es decir, ingresos diarios de alrededor de $8.500. Al día, para todo el hogar, incluyendo todos los ingresos.
Además, el 65 % de los hogares pobres de Colombia tienen tres o más niños menores de 12 años. La pobreza viene en aumento en el país. Entre 2016 y 2018 (no hay datos de 2017 porque el DANE de Mauricio Perfetti hizo mal las encuestas de ese año), 190.000 personas engrosaron las cifras de pobreza monetaria.
Ahora sí hablemos de coronavirus en Colombia. Hablemos de cómo hay que hacer lo que hizo China (pobreza del 3,1 %), lo que están haciendo Italia (8,4 %) y Corea del Sur (14 %). Por ahora de esos países hemos importado el sentido de urgencia, la necesidad de tomar medidas rápidas y severas para aplanchar la curva de casos de contagio del coronavirus y darles más tiempo a nuestros sistema de salud para responder a la epidemia. Y eso está bien.
Pero esa urgencia empieza a acompañarse con vehementes —y hasta histéricas— exigencias al Gobierno para que cierre todo: colegios públicos, el transporte urbano o incluso que decrete el Estado de sitio para meter a la gente a la casa. Me temo que ahí hay mucha histeria acomodada, respaldada por abultadas neveras, despensas y cuentas de ahorro repletas.
Pongámonos por un momento en los zapatos de una familia en pobreza monetaria. Juliana, madre de tres, cabeza de hogar, trabajadora informal. Tiene una chaza que acomoda en el centro de una ciudad grande de Colombia y vende dulces y cigarrillos. Sus dos hijos mayores, de seis y ocho años, van al colegio público, donde reciben una comida. A su hijo menor, de dos años, lo deja en un hogar comunitario que le cobra por cuidarlo todo el día. Juliana se levanta a las 4 a.m. para dejar comida lista para sus dos hijos cuando llegan del colegio, despacharlos y estar en el centro trabajando a las 8 a.m. Trabaja hasta las 4:30 p.m., porque a su hijo menor solo lo cuidan hasta las 6 p.m. En un tarro del cuarto, en un barrio marginal donde vive en arriendo, tiene sus únicos ahorros, dos billetes de $20.000 y unas monedas. En su despensa una libra de arroz, una de fríjoles, media de lentejas, una bolsa de leche, una panela y seis huevos.
Después de decretada la emergencia sanitaria el Gobierno decide cerrar los colegios. La leche y los huevos duran solo tres días, porque ahora hay que darles desayuno a los tres niños, que se quedan en la casa todo el día solos. En el centro las ventas van para abajo porque la gente está saliendo poco y comprando menos, y menos que todo cigarrillos, lo que dejaba la mejor ganancia.
En la segunda semana Juliana empieza a darles de comer a los niños lo que tenía en la chaza, porque ya no hay ni lentejas ni arroz y no vale la pena salir a calles desiertas. En la tercera semana, a pesar de que hay un toque de queda para todos los que no se estén desplazando a los trabajos prioritarios en fábricas y construcción, Juliana tiene que salir a ver qué consigue de comer. Al final, y por primera vez en su vida que había sido pobre pero digna, se ve escarbando en la basura.
En la cuarta semana esta mujer está desesperada, tiene una tos fea con fiebre, está aislada en una esquina del cuarto que comparte con sus tres hijos. Peor que el dolor de cabeza para el que no tiene ni un dolex son los llantos de los niños hambrientos.