Treinta años después del fatídico año 89 —el del magnicidio de Galán, la bomba al avión de Avianca, la bomba al DAS en Bogotá, el asesinato selectivo de líderes de la Unión Patriótica, de jueces y de cientos de policías— algunos de los que tienen una memoria viva de lo que pasó nos advierten que estamos en peligro de revivir esa historia.
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Treinta años después del fatídico año 89 —el del magnicidio de Galán, la bomba al avión de Avianca, la bomba al DAS en Bogotá, el asesinato selectivo de líderes de la Unión Patriótica, de jueces y de cientos de policías— algunos de los que tienen una memoria viva de lo que pasó nos advierten que estamos en peligro de revivir esa historia.
La periodista María Elvira Samper, quien publica un libro con el título de ese año, 1989, dice en una entrevista con El Espectador que en el 2019 estamos viviendo “el mismo hilo conductor, la misma visión maniquea y binaria de buenos-malos, amigos-enemigos, mamertos-paracos”. Antonio Caballero, en su columna en Semana, advierte que “los problemas siguen siendo los mismos que hace treinta años. Y el Gobierno que tenemos es peor”. La advertencia es sombría y alarmante. No solo por lo terrible que fue el 89, cuando en Colombia nos matábamos más que en cualquier otro lugar del mundo. Es terrible sobre todo porque delataría un profundo fracaso generacional.
Mi memoria del 89 es borrosa y por eso el libro de Samper es importante. Después de leerlo, no puedo estar de acuerdo con ella ni con Caballero, quien sigue escribiendo la misma columna desde el 89, pero peor. Me parece que no se dan crédito a sí mismos, a su generación y al país que ha construido un futuro totalmente distinto al que tenía hace tres décadas.
Hace 30 años, Medellín era la ciudad con el mayor número de homicidios en el mundo; hoy no aparece en el listado de las 50 ciudades más violentas. Hace más o menos 30 años fueron asesinados tres candidatos a la Presidencia; el último magnicidio en Colombia fue el de Álvaro Gómez, en 1995. Hace 30 años había tres guerrillas, dos carteles y un grupo paramilitar que amenazaban la democracia; hoy queda una guerrilla y demasiadas bandas criminales, pero la mayor amenaza para la democracia es la corrupción.
El peligro de reconocer que avanzamos —del que tal vez surge esta caución sobre regresar al 89— es el conformismo. Pero es un peligro que vale la pena correr. Sobre todo porque no es difícil encontrar razones para estar inconformes en el 2019. Si bien ya no hay magnicidios, el ritmo al que matan líderes sociales es alarmante y la respuesta del Gobierno y de la sociedad, insuficiente. Si bien la democracia colombiana no está en riesgo de ser comprada o bombardeada por carteles, la inequidad y la corrupción impiden que hoy haya democracia plena para todos.
Al final, el peligro de la tesis según la cual no avanzamos, según la cual en Colombia la historia se persigue la cola, según la cual en el 2019 estamos repitiendo lo que pasó en 1989, es aún mayor. Porque perpetúa la idea falsa de que en este país el fracaso es inevitable, de que estamos condenados a ser violentos y corruptos. Y puede que sea una idea útil para generar inconformismo, una idea útil para los bandos radicales que se nutren de la polarización, pero es una idea que termina conduciendo a la inacción indignada. ¿Para qué hacer algo si nada va a cambiar?
Afortunadamente es la misma historia del 89 la que nos enseña que eso es falso.