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El 20 de julio marcó el comienzo del fin del Bicentenario de la Independencia, que termina el próximo 7 de agosto. Dos siglos, 200 años, la excusa para una fiesta a todo dar por parte del Gobierno, que terminaron celebrados por la chispa de la vicepresidenta Ramírez. Solo si se midiera en la duración de los discursos podría ser considerado un éxito.
Esta no es una columna sobre la celebración del bicentenario, que fue pésima incluso antes de la llegada del COVID-19. En medio de algunos esfuerzos por darles voz a otros actores menos heroicos de la Independencia, abundaron las oportunidades perdidas: desde la lección moral fundadora de Pedro Pascasio Martínez justo en medio de una ola de preocupación nacional por la corrupción, hasta el genio científico de Caldas justo cuando buscamos el salto a una sociedad tecnológica. Ni siquiera se les ocurrió hacer una campaña de apropiación bolivariana para irritar al chavismo. La realidad es que el bicentenario le valió huevo a casi todo el mundo.
Me excluyo. Por eso me surge la pregunta de por qué. ¿Por qué una oportunidad tan redonda para mirar al pasado pasó desapercibida para los líderes colombianos? ¿Por qué este bicentenario dejó tan poca huella comparado con el anterior centenario? ¿Por qué entre la gente que piensa y opina sobre el país tampoco hubo grandes discusiones ni debates? ¿Por qué la historia de próceres, batallas, constituciones y guerras civiles entre liberales y conservadores no caló con un mensaje para el presente?
“Llevamos 200 años apegados a los ritos y las pompas de la vida republicana, pero los fantasmas del mundo colonial todavía nos persiguen”. La frase es de Mauricio García Villegas en su libro El orden de la libertad, donde busca explicar la cultura de desobediencia de las normas que hay en Colombia y en América Latina. Como otros académicos recientemente, García corre el velo de la patria bicentenaria y encuentra un terreno fértil de especulación en los otros 350 años de historia que tiene esta nación.
Parece obvio que para entendernos habría que mirar también las primeras tres quintas partes de nuestra historia. Quizás el cansancio con la versión republicana es el reflejo de una versión fundacional que tras 200 años suena cada vez más incompleta, que deja por fuera respuestas para los fantasmas que menciona García Villegas: “El latifundio, la representación autoritaria del poder, la desigualdad social, los abusos contra las mujeres, el racismo (...) todo eso hace parte de una etapa colonial que desapareció de los códigos y las leyes, pero que todavía subsiste en buena parte de la concepción de la autoridad y el poder que tenemos los latinoamericanos”.
Detrás de la ola de protesta que tumba estatuas parece haber algo de esa búsqueda por interpelar a los fantasmas más viejos. Bienvenida. Pero ojalá sin caricaturas sobre ese pasado en el que había unos malos invasores y unos buenos oprimidos. Entender que somos el producto tanto de la esclavitud como del esclavismo, que somos los descendientes de indígenas y mulatas violadas, pero también de los blancos violadores. Que además de violación hubo siglos de infidelidad, libertinaje hipócrita, mestizaje gozoso y pecados carnales condonados. Entre 1750 y 1806 el 48 % de los niños registrados en Bogotá fueron de padre desconocido, por ejemplo.
Si lográramos mirar hacia atrás sin tanto desprecio, con un entendimiento al menos curioso sobre nuestro bastardaje —uno de muchos legados coloniales—, tal vez encontraríamos una versión más completa de la nación que aún nos elude. Una Colombia que aún hoy se entiende a sí misma a través de la esquizofrenia del desprecio colectivo (este país gozque es lo peor) y el enaltecimiento personal heroico (excepto yo y mi pura familia).