En la noche de año nuevo no hay declaración de amor propio más grande que la promesa de cocinar más seguido para ser más saludables. Diseñamos planes mentales enormes, pero que suenan muy prácticos para proscribir los domicilios de nuestra dieta y no dejar de llevar coca al trabajo ni un sólo día. Nos envolvemos en un romance entre nuestro ego y nuestra autoestima para idealizar un nuevo estilo de vida.
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En la noche de año nuevo no hay declaración de amor propio más grande que la promesa de cocinar más seguido para ser más saludables. Diseñamos planes mentales enormes, pero que suenan muy prácticos para proscribir los domicilios de nuestra dieta y no dejar de llevar coca al trabajo ni un sólo día. Nos envolvemos en un romance entre nuestro ego y nuestra autoestima para idealizar un nuevo estilo de vida.
Nos prometemos de todo intentando mejorar nuestra alimentación. No sabíamos que teníamos tanta labia hasta que nos encontramos picando una calabaza un miércoles a medianoche y nos preguntamos en qué momento nos tragamos el cuento que nos echamos. Sólo nos faltó decirnos “seamos libres, escapémonos de los domicilios y salidas a almorzar de cuarenta lucas”.
Aquella noche hacemos balances de indigestiones, acideces y flacideces como si fuéramos Betty, la fea, escribiendo en su diario. Luego scrolleamos un poco en redes y de la nada pensamos “¿y si este influencer pudo, yo por qué no voy a poder comer de otra manera para verme mejor?”. En esa última velada del año somos nuestros mejores pretendientes. Nos prometemos el cielo y las estrellas porque nos vemos radiantes, capaces de todo, incluso de evitar la fila del microondas de la oficina llevando tres veces por semana platos fríos de brócoli.
Presumo que esta admiración desbordada por nuestro propio ser surge del periodo de desconexión del trabajo por las festividades de fin de año. Funciona como un tratamiento estético que nos da tiempo para ilusionarnos con cumplir sueños que nos devuelven el brillo en la mirada. Nos vemos al espejo para decirnos “huy, ¿y esa voluntad tan marcada?”, “qué es esa disciplina tan tersa”, “mmm, pero qué ilusiones tan tonificadas”.
Por su puesto aparecen las dudas: ¿qué dirá la gente del trabajo cuando deje de ir a los planes de almuerzo afuera? No importa. Alentamos nuestro gran plan imaginando los resultados que obtendremos: volveremos a usar ropa de antes, ahorraremos millones y asistiremos en primera fila a un concierto de Karol G. Todo eso, luego de habernos convertido en celebridades mundiales por la charla TED en la que explicamos cómo transformamos nuestra vida al cambiar la pizza para maratonear series por coles de bruselas.
No es el lugar más romántico para una cita, pero de alguna forma logramos convencernos de que el Fruver de la esquina de la casa será el nuevo sitio donde amaremos la vida. Vemos un videoclip mental en el que reímos en cámara lenta mientras escogemos acelgas y un rayo de sol del atardecer golpea en nuestras mejillas mientras descubrimos que hay promoción de apio. La ensoñación termina cuando sentimos el olor de los tamales que serán la cena de año nuevo.
Admiro a quienes incluyen en sus propósitos de nuevo año empezar a alimentarse de forma saludable y aplaudo a quienes lo intentan en serio. En ese intento puede estar la diferencia entre un amor propio que va en serio y una aventura de una noche que termina con un ghosteo a nosotros mismos hasta el próximo fin de año.