Muchos crecimos en una familia grande, pequeña, la propia o la ajena.
Casi siempre una familia caprichosa y llena de exigencias, normas y deberes. Seguramente con desafíos de dinero, de poder o de cohesión. Crecimos en una familia que fue autoridad y tan patriarcal como pudo. Familia de tradición, de empuje, de alcurnia; familia que en su árbol genealógico esconde millones de secretos. Existió el padre y pudo sobrevivir la madre. O viceversa. Muchos hemos crecido en familias con sus ausencias y sus presencias, familias donde los hermanos pudieron haber sido la fraternidad pero, en ocasiones, sólo llegaron a idiotas enemigos nacidos de la misma carne.
La familia es un norte compartido y casi siempre un amor obvio. Es el apoyo, el soporte, la valoración o la tara, el trauma y el dolor. La familia representa la lealtad y el honor y se dice que pertenecer a ella es la única existencia. Ser expulsado del clan es la muerte, la depresión o la locura. La familia moldea lo que cree que deberíamos ser y le asigna a cada cual su carga milenaria de expectativas. Vivimos la vida que la familia dibujó.
No hemos dejado atrás las tribus de siempre. Defendemos fronteras pequeñas, terruños milimétricos, o trazamos sangrantes cercas con alambres de púas para poder atrapar los valores que nos envenenan. Toda familia defiende lo suyo y defiende lo mezquino desatando matanzas. En cada familia nacen las semillas de las angustias, las demencias de los destinos y los giros de las fortunas. Las familias son el inicio de la coerción y, a veces, son la máxima tacañería del afecto.
Pero en un mundo que hoy parece caótico y donde algunos anuncian su decadencia, aparecen espacios, ideas, opciones y acuerdos que desactivan los controles y derrumban los muros. Existen formas familiares que abren los corazones y abrazan lo esencial. Familias donde caben mucho más que dos o tres, familias donde son incluidos los viejos y los enfermos, los pobres y los ricos, los sabios y los ignorantes, los míos y los nuestros, los andróginos y los asexuales, las biologías y las distancias. Hay familias que saben de aceptación a prueba de ideas, dogmas o condiciones.
Eso que hoy llamamos familia es ya una olvidada tribu para convertirse en la acción de cuidar a un otro que es diferente, que no es igual, que sufre, que busca, que venera la vida y que, obvio, es tan humano como uno. Poner en el centro el cuidado por el otro y lo otro es dejar las inconsistencias, los secretismos y las pugnas y reconocer que una común unión puede ser posible. El centro es y debe ser el acto de cuidar y de cuidarnos. Mejor que una familia sofocante de cuatro puertas es aquella que ama en libertad y sin condiciones. Por fortuna, la pequeña familia se nos ha quedado estrecha. Démosle paso al esplendor de la gran tribu y ¡basta de pequeñeces!
Muchos crecimos en una familia grande, pequeña, la propia o la ajena.
Casi siempre una familia caprichosa y llena de exigencias, normas y deberes. Seguramente con desafíos de dinero, de poder o de cohesión. Crecimos en una familia que fue autoridad y tan patriarcal como pudo. Familia de tradición, de empuje, de alcurnia; familia que en su árbol genealógico esconde millones de secretos. Existió el padre y pudo sobrevivir la madre. O viceversa. Muchos hemos crecido en familias con sus ausencias y sus presencias, familias donde los hermanos pudieron haber sido la fraternidad pero, en ocasiones, sólo llegaron a idiotas enemigos nacidos de la misma carne.
La familia es un norte compartido y casi siempre un amor obvio. Es el apoyo, el soporte, la valoración o la tara, el trauma y el dolor. La familia representa la lealtad y el honor y se dice que pertenecer a ella es la única existencia. Ser expulsado del clan es la muerte, la depresión o la locura. La familia moldea lo que cree que deberíamos ser y le asigna a cada cual su carga milenaria de expectativas. Vivimos la vida que la familia dibujó.
No hemos dejado atrás las tribus de siempre. Defendemos fronteras pequeñas, terruños milimétricos, o trazamos sangrantes cercas con alambres de púas para poder atrapar los valores que nos envenenan. Toda familia defiende lo suyo y defiende lo mezquino desatando matanzas. En cada familia nacen las semillas de las angustias, las demencias de los destinos y los giros de las fortunas. Las familias son el inicio de la coerción y, a veces, son la máxima tacañería del afecto.
Pero en un mundo que hoy parece caótico y donde algunos anuncian su decadencia, aparecen espacios, ideas, opciones y acuerdos que desactivan los controles y derrumban los muros. Existen formas familiares que abren los corazones y abrazan lo esencial. Familias donde caben mucho más que dos o tres, familias donde son incluidos los viejos y los enfermos, los pobres y los ricos, los sabios y los ignorantes, los míos y los nuestros, los andróginos y los asexuales, las biologías y las distancias. Hay familias que saben de aceptación a prueba de ideas, dogmas o condiciones.
Eso que hoy llamamos familia es ya una olvidada tribu para convertirse en la acción de cuidar a un otro que es diferente, que no es igual, que sufre, que busca, que venera la vida y que, obvio, es tan humano como uno. Poner en el centro el cuidado por el otro y lo otro es dejar las inconsistencias, los secretismos y las pugnas y reconocer que una común unión puede ser posible. El centro es y debe ser el acto de cuidar y de cuidarnos. Mejor que una familia sofocante de cuatro puertas es aquella que ama en libertad y sin condiciones. Por fortuna, la pequeña familia se nos ha quedado estrecha. Démosle paso al esplendor de la gran tribu y ¡basta de pequeñeces!