Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Los acuerdos de paz siempre quedan sometidos al juicio de la historia. Esa es la instancia máxima, definitiva, que marca la validez de todo lo que se haya pactado. Más que las percepciones de sus firmantes, de sus promotores o de sus malquerientes, es la realidad perceptible de alivio o de frustración en la vida cotidiana la que marca su éxito o su fracaso.
Con el paso de los años, siempre y cuando se hayan silenciado las armas, vienen las cuentas que permiten establecer, en definitiva, los efectos de los términos precisos del compromiso de cada quién en un pacto de paz. Con la seguridad de que siempre habrá una distancia, mayor o menor, entre aquello que las partes firmantes tenían en la cabeza, y lo que la gente, que es la que al fin y al cabo vive o no la sensación de paz, ha llegado a sentir. Sin perjuicio de que surjan nuevas realidades, que pueden poner en peligro la práctica de lo acordado y exigen otra vez imaginación y buena voluntad.
Después de una guerra principalmente urbana, impulsada por una mezcla explosiva de motivaciones religiosas y políticas, el Viernes Santo de 1998 se firmó un acuerdo de paz en Irlanda del Norte. En el fondo del trámite de esa guerra estuvo el rezago de la presencia británica en la isla de Irlanda, que en 1921 logró sacudirse del yugo de la dominación extranjera y fundar una república que no alcanzó a controlar el norte del territorio insular, donde quedaron vivos los ingrediente explosivos de la presencia de dos comunidades con afiliaciones y pretensiones opuestas: la republicana, católica, deseosa de sumar la región a la república irlandesa, y la unionista, anglicana, leal a la corona británica, que protagonizaron incidentes inenarrables.
Cada año, una especie de ritual escabroso comenzaba con el desfile de una de las partes que era saboteado por la otra. Y así, pedreas, bombas, ataques terroristas sin misericordia y toda una serie de desmanes que suscitaban el espectáculo de la intervención de las fuerzas británicas de seguridad, huelgas de hambre, prisioneros políticos y horrores indignos de gente civilizada, de esa que critica las veleidades violentas y represivas del Tercer Mundo. Hasta que Tony Blair, en dramático tire y afloje, aceptó dialogar en medio del conflicto.
Diferentes acuerdos habían sido firmados con anterioridad entre la República de Irlanda y el Reino Unido, sin que se hubiera llegado a uno que satisficiera a todas las partes, que además de los estados involucraban actores civiles y paramilitares que eran en la región los protagonistas de la guerra. Entonces el arreglo se fundamentó en el reconocimiento de las tragedias del pasado y el propósito de aprovechar la oportunidad histórica para un nuevo comienzo, que le diera una dinámica diferente a las relaciones dentro de la isla de Irlanda y entre esta y las islas británicas.
Una vez más, el acuerdo fue firmado entre los gobiernos irlandés y británico y aceptado por la mayor parte de los grupos políticos de Irlanda del Norte. Pero además, lo que es más importante, fue sometido a referendo tanto en esa región como en la República de Irlanda, para darles a los diferentes puntos de lo convenido una base de refrendación popular. Un mes después el acuerdo fue aprobado en Irlanda del Norte con un Sí contundente, mientras que en la república irlandesa el resultado también fue aprobatorio pero implicó una reforma constitucional que daba por terminada la reclamación del territorio.
Además de proclamar el compromiso de manejar las diferencias exclusivamente por medios pacíficos y democráticos, incluyendo el estatus constitucional de la región, se creó una Asamblea Legislativa que funcionaría bajo el esquema original de la “doble mayoría”, esto es que requeriría la aprobación de las decisiones tanto por la mayoría de los representantes de los unionistas, como de los republicanos. El ejecutivo funcionaría bajo el esquema de “poder compartido” con una compleja fórmula de reparto de los ministerios, según la fuerza del apoyo popular de cada quién. Por lo demás, se disolvieron los grupos paramilitares, se retiraron las fuerzas británicas, se produjo una liberación de prisioneros e inclusive se adoptaron medidas en cuanto a denominaciones y otros factores de discordia o división.
Sin perjuicio de que, como suele suceder, no todo se haya dado como se esperaba, y algunos aspectos de los acuerdos no se hayan convertido en realidad, lo cierto es que en Irlanda del Norte fue posible vivir por dos décadas una realidad de paz, hasta ahora que han surgido preocupaciones nuevas, derivadas del impacto que para la región ha traído la salida británica de la Unión Europea.
Con el Brexit, la frontera entre la República de Irlanda y la provincia británica del norte, que había sido cuidadosamente desactivada por los Acuerdos del Viernes Santo, se convertiría en la única frontera terrestre entre la Europa comunitaria y el Reino Unido. Otra vez una frontera dura, divisoria de la isla, no por los motivos político - religiosos de otras épocas, sino en razón de los controles comerciales.
En previsión de las dificultades que se podían presentar al revivir esa frontera, en los acuerdos del Brexit se diseñó un protocolo especial según el cual Irlanda del Norte se mantiene en el Mercado Común de la Unión Europea y los controles comerciales entre esta y el Reino Unido no se realizan en tierra sino en el mar de Irlanda, es decir entre esa isla y las islas británicas.
Lo anterior tiene sus complicaciones, pues el envío de productos desde cualquier ciudad británica hacia Irlanda del Norte requiere trámites de exportación que producen resentimiento de ambos lados, por lo cual el gobierno británico no ha cumplido estrictamente con el protocolo, lo cual se considera violatorio del derecho por las autoridades de la Unión Europea.
El problema, que podría suscitar el retorno de viejas disputas en un territorio en el que se vive en paz pero las comunidades no se han integrado, es que muchos, en lugar de reconocer las ventajas de seguir en el mercado común de los europeos, reclaman por lo que consideran ruptura de hecho con la Gran Bretaña, de la que no se quieren por ningún motivo separar. Y es esa actitud precisamente la que se convierte en amenaza para la vigencia futura de la paz.
A pesar de que hasta ahora solamente se han presentado declaraciones, respaldadas por uno que otro grafitti, en torno a la nueva situación de Irlanda del Norte es urgente que aparezca de todas las partes una conjugación de liderazgo equivalente a la que en 1988 consiguió el bien inconmensurable de la paz. Porque la vigencia del espíritu de los acuerdos de aquel Viernes Santo requiere de un liderazgo de esos que se han de adaptar a los acontecimientos, para que sea posible superar las pruebas de las vicisitudes que posteriormente trae la historia dondequiera que en algún momento se ha conseguido un acuerdo de paz.