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Cuando en un país que se considera democrático surgen disputas reiteradas sobre la presencia o ausencia del Estado de derecho, es indudable que se vive una crisis. Cuando además, desde diferentes ángulos, se dice que la democracia está amenazada, existe una amenaza.
Las reacciones que ha suscitado la orden de comparecencia del expresidente Trump ante la justicia han mostrado ingredientes de ordinariez política extraños en una democracia que se presenta ante el mundo como ejemplar. El fenómeno no sería extraño en otras partes. Pero los Estados Unidos habían logrado sostener, en esa materia, una excepcionalidad de la que estaban orgullosos.
No deja de ser significativo que haya un protagonista común en una serie de hechos típicos de repúblicas bananeras, que desde Washington tradicionalmente se han visto por encima del hombro, como de menor categoría. No otra cosa son la descalificación, a priori, de la confiabilidad del sistema electoral, el cuestionamiento, sin pruebas, del resultado de los escrutinios, el desconocimiento de la validez de los mismos, el aliento a la toma por la fuerza de la sede del legislativo para interferir en su funcionamiento, y la descalificación de las autoridades judiciales.
La controversia entre partidarios y contradictores del expresidente inculpado lleva la carga de profundidad de la duda sobre la vigencia del Estado de derecho. También muestra inculpaciones por amenazas a la democracia. Sobre la base de diferentes posiciones respecto de esos dos aspectos fundamentales se van alineando los partidos, las regiones y diferentes sectores sociales. De manera que se vive una sensación de crisis política en torno de temas que en realidad son de poca altura, pero no por ello menos peligrosos.
Una vez más se ha podido apreciar un talante republicano pasional, que abandona con relativa facilidad el respeto y el silencio debidos ante la majestad de la justicia en un Estado de derecho. Quienes defienden a ultranza al expresidente se apartan de los postulados tradicionales de la institucionalidad. Algunos de ellos son miembros del establecimiento del Partido Republicano que, en su momento, bloqueó cualquier opción de destitución, impeachment, de Trump en 2019.
El presidente Biden, que tiene otra idea de lo institucional, guarda prudente silencio en medio de las acusaciones, republicanas y tercermundistas, de que él sería el instigador de las acciones de la justicia en contra de su predecesor. Personalidades significativas del Partido Demócrata, como Elizabeth Warren, no tienen que elaborar demasiado para poner de presente la importancia de la vigencia del Estado derecho y de uno de sus principios fundamentales como es el de que nadie está por encima de la ley.
Sorprenden particularidades propias del sistema legal de los Estados Unidos, como que el dar dinero a alguien para que guarde silencio respecto de algo que se considera indebido social o moralmente no merece ningún reproche. Aunque la acusación todavía no se conoce en detalle, la ley se habría quebrantado más bien por el hecho de que la cuenta de pago a la ex actriz porno que dice haber tenido relaciones con Trump se presentó como gasto de campaña.
Más sorprendentes aún son las cuentas de algunos en el sentido de que el hecho de estar sub iúdice, y aún el de haber sido condenado y estar en prisión, no impediría que alguien ejerciera la presidencia, dicen, porque según ellos no existe ley que lo prohíba. Por lo cual, con mayor razón, no habría problema para que el ahora permanente candidato a la Casa Blanca siga con su campaña y aproveche la oportunidad para hacerse el mártir y sobre esa base mover las emociones de un electorado proclive a creer en su también permanente obra de teatro.
Las divisiones internas de los países no tienen por qué alarmar a nadie cuando se trata de que la gente manifieste una u otra preferencia política, dentro del respeto por ese gran pacto de convivencia que sustenta las instituciones. Pero cuando uno de los bandos manifiesta reiteradamente su desconfianza en ellas, está yendo mucho más allá de las diferencias creativas que alimentan el progreso de la democracia y pasa más bien a plantear dilemas sobre su vigencia.
Los Estados Unidos pierden cara ante el mundo en momentos en los que deben afrontar retos exteriores como el avance o la agresión de potencias de corte autoritario, interesadas en menguar la influencia americana en escenarios como el pacífico, el Medio Oriente, la Europa del Este o América Latina. Escenarios todos en los cuales el presidente Biden trata de recuperar terreno, después de los efectos devastadores de la retórica de “America First”, que conducía a una América ensimismada y ajena a sus compromisos históricos.
Habrá que ver la reacción popular no solamente ahora, ante los llamados a movilizarse en una otro sentido, sino la que se ha de manifestar más tarde en las urnas en un país en el que la participación política es escasa porque la gente confía, de hecho, en un sistema que requiere de mantenimiento generado en la voluntad popular.
Los Estados Unidos, con lo que han significado y significan todavía en el mundo, no pueden correr el riesgo de que su destino termine afectado por la manipulación de un egoísmo proverbial y de un sentido elemental de lo político marcado por creencias y postulados alejados del respeto tradicional por sus propias instituciones.
La sociedad estadounidense tiene el reto de despertar del letargo de vivir en un país que ha ofrecido oportunidades a muchos, que no se han preocupado por intervenir en política más allá del ámbito de su entorno inmediato. El sueño americano, que ha sido realidad para muchos, requiere protagonistas renovadores de la defensa y sostenimiento de sus ideales originales.