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Desde que los portugueses le dieron la vuelta al África en busca de las tierras de las especias, ese continente ha sido objeto de ambiciones extranjeras de toda procedencia. De ahí que los líderes de tribus y estados, desde el Atlántico Sur hasta el Índico, y desde el encuentro de esos dos océanos hasta el Mediterráneo, sientan la obligación de adoptar una u otra actitud ante los poderes foráneos.
Aislado de las ventajas del mundo mediterráneo, que comparten África del Norte y Europa del Sur, Portugal se convirtió en protagonista de la presencia europea en las costas atlántica e índica del continente africano, cuando tuvo que pasar por allí para integrarse al comercio del Siglo XV, atraído por las riquezas de Asia.
Sobre las costas occidental y oriental de África, en la ruta de Lisboa a Macao, la India o las Molucas, los portugueses organizaron su propia red de escalas. Así se originó el imperio portugués africano, que desató una carrera en la que participaron luego diferentes potencias europeas que terminaron por descuartizar al que denominaron “continente negro”.
El proceso de descolonización, posterior a la Segunda Guerra Mundial, dejó al descubierto equivocaciones y abusos de países que hoy se presentan ante el mundo como ejemplo de democracia y derechos humanos. Antiguas potencias coloniales que no se sonrojan al criticar a los africanos, como si no hubieran tenido relación con las tragedias de la esclavitud, la explotación de recursos y la siembra de conflictos.
A lo largo de la Guerra Fría, en un esfuerzo por encontrar su propio camino, algunos líderes africanos adoptaron propuestas surgidas de la ilusión del socialismo. Al mismo tiempo aceptaron una vez más la intervención extranjera, en ese caso por parte de los promotores de la revolución generalizada del Tercer Mundo, que para entonces resultaba cautivante.
La Unión Soviética y los Estados Unidos, como superpotencias, sentían la obligación política y estratégica de impulsar “agendas africanas”, con su respectivo sello. Así se sumaron a la intervención en los asuntos del continente. Las antiguas potencias coloniales, han estado siempre interesadas, bajo cualquier denominación, en mantener los lazos con sus excolonias, así sea en términos vergonzantes.
Entretanto, la vida continental se ha desarrollado en medio del desorden de territorios destrozados por la irrupción violenta de fuerzas foráneas que rompieron un orden tradicional de organización política y social mucho más antiguo, eficiente e idóneo para las necesidades africanas, que el sistema político de cualquier país europeo, impuesto a la brava.
Pero el drama de África ha recibido también contribuciones desde dentro. No otra cosa significa la aparición esporádica de jefes políticos salidos de tribus destrozadas por la aplicación extranjera del principio “divide et impera”, la alienación cultural propia del régimen colonial, y el trazado arbitrario de fronteras que desconocieron la geografía humana y política tradicionales del continente.
Uno de esos líderes es Paul Kagame, presidente de Ruanda desde los años finales del siglo pasado y a lo largo de lo que va del presente. Miembro de la etnia Tutsi, y emparentado con la antigua familia real que gobernó esa comunidad desde el Siglo XVIII, antes de ejercer el poder tuvo amplia trayectoria guerrera. Fue miembro del ejército de Uganda, donde creció como refugiado, y luego comandante del Frente Patriótico de Ruanda, que invadió el país en 1990, participó en la guerra civil y se atribuye la hazaña de haber puesto fin al genocidio en contra de su etnia, aunque esa afirmación es discutida por muchos. También intervino, y propició, conflictos armados internacionales motivados por la presencia de comunidades ruandesas detrás de una u otra de las fronteras trazadas por los europeos.
Se ha mantenido en el poder gracias a la extensión de los límites constitucionales del mandato, combinada con represión de la prensa y de la oposición. Pero en lugar de ser un paria, como el ruso, que lleva más o menos el mismo tiempo en el poder, goza de amistades en todos los mundos. De él han hablado bien en su momento Tony Blair y Bill Clinton. Oxford y Harvard lo han invitado a que hable sobre derechos humanos. Y la revista Time le llamó “la encarnación de una nueva África”. Típico caso del tirano apreciado de boca para fuera por conveniencia política.
Lo anterior sucede a pesar de que en su discurso no pierde oportunidad para transmitir un mensaje antiimperialista y condenar a los europeos por haber violado los derechos de los africanos y obrar con un complejo de superioridad. Retórica elemental que curiosamente le produce los réditos del indomable de quien todos quieren ser amigos. Aunque, en el fondo, no es más que una nueva versión de tantos líderes africanos de talante, discurso y logros parecidos, que han sabido jugar con las culpas de otros. Occidente es el culpable de los males de Ruanda y de África, y él es el campeón de la denuncia y de su defensa.
En medio de la rebatiña de nuestros días, cuando todos, en todas partes, se sienten libres de buscar nuevos espacios de influencia, nuevas alianzas y nuevas oportunidades, los grandes protagonistas naturales de la carrera de potencias del Siglo XXI, y aspirantes de toda procedencia, lo mismo que organizaciones de militancia radical, como el “estado islámico”, buscan ejercer influencia en el África. Como si se quisieran sumar a una tradición que fortaleciera sus credenciales políticas.
China ofrece ayuda al desarrollo, como alternativa a los canales tradicionales de las agencias controladas por Occidente. Rusia, que mantiene sueños de gran potencia, busca renovar los lazos de la era soviética con una nueva agenda. Francia, el Reino Unido, Alemania, Bélgica, Italia, España y hasta Turquía, dedican, cada una desde su interés y su pasado, esfuerzos a su política africana. Los Estados Unidos renuevan su interés en mantener lazos de amistad y canales de ejercicio de influencia en donde sea posible.
El resultado de todo esto no es otro que el de un continente al que nadie deja libre y tranquilo. Son muchos los que se sienten con derecho a participar, así sea de manera desordenada, en las decisiones sobre su destino. Y es en medio de todo eso que Paul Kagame, durante una visita con ínfulas de líder continental a varios estados de África Occidental, dijo en Cotonú, la capital de Benín, que Rusia tiene derecho a estar en cualquier lugar de África tanto como cualquier otro país tiene derecho a estar en cualquier lugar. Es decir que todos tienen derecho a meterse al África.
Por la prestancia política que le acompaña, debemos tomar nota de la actitud del líder ruandés, pues poco a poco nuestra América Latina se convierte en objetivo de aspiraciones de influencia de potencias extracontinentales. Curiosamente, los adalides de la rebeldía contra el imperialismo yanqui, desgastado a estas alturas de la historia, persisten en una retórica de hace medio siglo y son los más proclives a la injerencia de países ajenos hasta ahora a nuestra historia y nuestro destino, que debería estar cada vez más en nuestras manos, en lugar de buscar alianzas que nos convertirían en campo de colonización como el continente africano. Por lo cual debemos estar en estado de alerta ante la aparición, entre nosotros, de cualquier Kagame.