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Después de un año del retorno de una dictadura militar, agresiva hasta más no poder contra la población civil, los birmanos resolvieron insistir en la resistencia en lugar de esconderse en sus casas, y han demostrado que no se resignan a volver al pasado y soportar una nueva era de dominio absoluto de unos generales que se siguen creyendo dueños del país.
Si se tratara apenas de protestar, prolongarían el espectáculo de jóvenes que salen a la calle a expresar sus anhelos democráticos a punta de discursos y buenas razones. La diferencia es que ahora, bajo el fuego indiscriminado de la represión, gentes de todas las edades y condiciones, resolvieron enfrentar la fuerza con la fuerza. En lugar de privilegiar la acción política no violenta, han preferido invocar las razones de la resistencia a la opresión como ejercicio de un derecho contra gobernantes ilegítimos para quitarles el poder y reemplazarlos por un gobierno salido de la voluntad ciudadana.
Los altibajos del destino de la Birmania de los últimos cien años tal vez no tengan paralelo. Después de la dominación europea, por cuenta de la East India Company, y como parte del Imperio Británico, que permitió la asignación de títulos rimbombantes a personajes de “sangre azul”, tuvo que soportar la ocupación japonesa y más tarde, dentro del proceso de la descolonización, ganó su independencia en 1948, para caer a comienzos de los años sesenta del siglo pasado en manos de una junta militar que solo vino a dejar el poder, al menos en las apariencias, medio siglo más tarde.
La figura simbólica de la lucha por la democracia, primero como prisionera, y luego en el ejercicio de un aparente poder formal, como “Consejera del Estado”, una especie de jefe de gobierno desde la sombrita, bajo la curiosa modalidad birmana de reparto del poder entre civiles y militares, ha sido Aung San Suu Kyi. Hija del primer promotor de un país libre y civilista, que murió asesinado, su vida ha sido objeto de todo tipo de incidencias, desde el confinamiento asfixiante de muchos años hasta el triunfo arrollador de su Liga Nacional por la Democracia en las escasísimas ocasiones de apertura electoral que ha tenido el país.
A pesar de haber encarnado las aspiraciones de quienes tienen interés en convertir a Birmania en un país democrático, del sacrificio de su vida personal al servicio de esa causa, y de su ejemplo de resistencia, que le hicieron merecedora del Premio Nobel de Paz, la figura de Suu Kyi ha resultado profundamente controversial en el seno de una comunidad internacional que llegó aclamarla y después no vaciló en hacerle severos reproches por su pasividad frente al genocidio contra la minoría musulmana de los Rohinyá, en la frontera con Bangladesh, perpetrada sistemáticamente por los militares.
El espectáculo de la “campeona de la democracia birnama” tratando de explicar lo inexplicable, como ese genocidio, y negar su comisión por parte de los militares ante la Corte Internacional de Justicia de La Haya, constituyó muestra fehaciente de su impotencia para controlar a unos militares que, anclados en la animadversión de millones de budistas contra los musulmanes, y con las armas en sus manos, provocaron una “limpieza étnica” que ella no pudo, y no se sabe qué tanto no quiso o no se sintió capaz de detener. Aunque pudo ser el precio indigno que se habría visto forzada a pagar para que le permitieran continuar como Consejera del Estado hasta unas elecciones que, en 2020, tal vez por la nueva demostración de la fuerza política arrolladora de su partido, que ponía al país en camino de un verdadero estado de derecho, provocaron un nuevo golpe militar.
De manera típica, con promesas de “elecciones limpias y libres, cuando el estado de emergencia pueda ser levantado”, y en busca de “una democracia verdadera y disciplinada”, qué tal el concepto, los golpistas armaron el correspondiente prontuario para descalificar, juzgar y condenar a Suu Kyi por una serie de trivialidades convertidas en delito, y retornar a su viejo esquema de dominio del país por la fuerza, para lo cual consideraban que les serviría su experiencia anterior de cinco décadas de represión. Solo que ahora la gente, que salió desde el primer día a reclamar el respeto por su triunfo contundente, no se resignó a la represión que fue dejando cientos de muertos, sino que decidió pasar a la resistencia armada en todo el país.
Ahí están entonces los birmanos enfrentados en una confrontación sangrienta y desigual, bajo la mirada de un mundo que aprecia procesos como ese con indolencia de laboratorio clínico, mientras los vendedores de armas disfrutan de un plato apetecible dentro del festín permanente de oportunidades de mover su negocio.
Para completar el espectáculo, las Naciones Unidas han advertido, con la angustia correspondiente, sobre la crisis humanitaria que afecta ya al país y las consecuencias devastadoras de la violencia que aumentará la pobreza. La Unión Europea, los Estados Unidos y los británicos, antiguo poder colonial que ahora juega por su cuenta, han impuesto sanciones a algunos jefes militares, medida típica y por demás inocua que afecta a uno que otro personaje pero resulta insuficiente para producir resultados tangibles. Y China, muchas gracias de parte de la gente de Birmania, ha bloqueado una propuesta de condena del golpe en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, aunque aceptó el dulce, tímido e inocuo llamado al retorno a la democracia.
El cuadro perfecto de una tragedia sin arreglo se completa con la existencia de “pecados ocultos” como el de la animadversión de los budistas hacia los musulmanes, que habría facilitado, si no apoyado tácitamente, la represión en contra de los Rohinyá. Asunto que figura, aunque con menor intensidad y dramatismo, en una galería de cuentas pendientes entre las numerosas etnias que desde tiempos antiguos forman parte de la Birmania de hoy, llamada por los militares Myanmar.
En medio de la incertidumbre que acompaña las acciones y los resultados de toda confrontación civil, surge la duda, importante y fundamental, sobre la futura alternativa al dominio militar, confiada por ahora de manera exclusiva en la figura de Aung San Suu Kyi. Al acercarse a sus ochenta años, y con el desgaste de su propia trayectoria, ella deberá calcular, desde la prisión, las alternativas de reemplazo que todo buen líder debe tener en cuenta, y organizar a tiempo, para que su causa tenga futuro, cuando pase esta etapa de nuevo sacrificio por la que ahora se ha visto obligado a atravesar su país.