Nunca será fácil aceptar que resulte premiado el que peor se comporte. Si su comportamiento implica el haber hecho correr ríos de sangre, el premio será todavía más inmerecido. El colmo llega cuando se trata del desangre de las venas del propio pueblo de quien se haya mantenido en el poder por la fuerza, apelando a la tortura y la masacre de sus hermanos, con apoyo foráneo.
La Liga Árabe decidió admitir otra vez a Siria, que volverá a tomar su silla en esa organización 12 años después de haber sido echada por el comportamiento de su gobierno hacia su propio pueblo. El retorno se produce sin que se haya cumplido ninguno de los propósitos de la expulsión. De nada sirvieron las sanciones orientadas a castigar los abusos del régimen. No se pudieron evitar la guerra civil ni la destrucción física y moral desatada por la confrontación violenta con un dictador notablemente represivo que sigue en su oficio, con ayuda extranjera, y pretende continuar en el poder, como si nada hubiera pasado.
La aparente impunidad del régimen de Siria sería un nuevo desenlace, inesperado y fatal, de la “Primavera” que tantas ilusiones despertó hace más en una década con la esperanza de una mutación generalizada hacia la democracia en países árabes gobernados por autócratas. Apuesta popular que emergió, llena de ilusiones, para terminar en una cadena de fracasos. Algo que debe llevar a una reflexión sobre las opciones de formas de gobierno adecuadas a la trayectoria histórica, política y cultural, de sociedades acostumbradas a relaciones de poder entre gobernantes y gobernados tradicionalmente alejadas de los ideales democráticos.
Es muy posible que la gente de la calle que, espontáneamente, se movilizó entonces en el mundo árabe contra el despotismo, en busca de libertad y justicia social, en un ambiente de respeto por la dignidad humana, careciera de profundidad política para plantear alternativas de gobierno estudiadas y viables, capaces de reemplazar adecuadamente regímenes opresivos y decadentes. No necesariamente se trataba de emular a Francia, Alemania, ni los Estados Unidos. Aunque el bloque occidental, ignorante y miope en el conocimiento de culturas diferentes de la suya, esperaba una mutación que de la noche a la mañana convirtiera a una decena de países gobernados desde hace milenios por faraones, emires, visires y sátrapas, en democracias liberales.
Los logros iniciales del movimiento contra la persistencia de regímenes autoritarios en el norte de África y el Medio Oriente, con la caída de los longevos gobiernos de Zine el-Abidine Ben Ali en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto, llegaron a ilusionar a muchos con la idea de que se produjeran cambios importantes en la forma de gobierno de otros países árabes. Pero muy pronto Egipto volvió a su esquema de gobierno centralizado, orientado por tecnócratas, protectores del modelo económico de la postguerra, con un antiguo jefe militar a la cabeza. El proceso tunecino, después de unos admirables destellos de democracia, ha venido a terminar en una nueva arremetida de autocracia, mientras Libia y Yemen resultaron destrozados por la guerra, que alcanzó su máxima expresión de ferocidad y destrucción en Siria.
Al comenzar el Siglo XXI, Bashar Hafez al Assad tuvo que abandonar su vocación de oftalmólogo para heredar el gobierno que su padre había ejercido durante las casi tres décadas anteriores. Cambio de oficio que lo convirtió súbitamente en continuador de una dinastía dictatorial que con el brote de la Primavera Árabe se radicalizó para mantenerse en el poder a costa de la destrucción de su propio país y su propio pueblo.
La actitud de Assad ante la protesta ciudadana, que pasó de inmediato a una represión despiadada y una guerra civil protagonizada por su ejército y sus opositores, ha dejado un saldo vergonzoso para la humanidad. Un tercio de la población ha abandonado el país, dejando atrás aldeas y ciudades destruidas, y llevando consigo lo que pueda quedar de sus vidas, también destruidas, para habitar campos de refugiados o tratar de insertarse como marginales en países europeos.
Diferentes potencias extranjeras, e inclusive mercenarios, han contribuido a la supervivencia del gobierno, a la represión que desde allí ejerce, y a la prolongación del sacrificio de todo el país. Allí están los iraníes y los rusos, con asesores militares y provisión de equipamiento bélico, cada quien con su interés estratégico. También están los turcos, jugando el juego de poder expansivo “neo otomano” de los últimos años. Los europeos han tratado de jugar sus cartas en favor de la paz y la ayuda humanitaria. Los estadounidenses han estado presentes para cumplir con su “deber” de superpotencia, y los saudíes con su idea de potencia regional. Mientras los israelíes andan pendientes, e intervienen política o militarmente, a pesar de su neutralidad declarada, cuando consideran necesario contrarrestar la acción de su enemigo declarado, Irán.
Ante la realidad de una Siria destrozada, con más de 3000.000 muertos en un conflicto civil, ejemplo de todo lo que no debe suceder entre un gobierno y su pueblo, la decisión de admitirlo de nuevo en un foro del que fue expulsado por motivos que siguen vigentes, produce natural desasosiego en cuanto al valor de las sanciones internacionales impuestas a ciertos regímenes. Aunque no sobra preguntarse sobre la utilidad de mantener vigentes dichas sanciones cuando con ellas no se consiguen los resultados que se esperaban. Lo cual no exime de responsabilidad a quienes sientan el precedente de aliviarles a ciertos dictadores el peso del castigo impuesto, así sea sobre la consideración pragmática de que ahí se han quedado y que la diplomacia se ejerce no solamente con los amigos.
Los progresos democráticos del mundo árabe siguen por verse. Si bien hay que aceptar que cada país tiene derecho a adoptar el régimen que más convenga a su forma de ver el mundo y la vida, hay unas líneas rojas que a estas alturas de la historia deben ser respetadas, como son los principios básicos de un estado de derecho, cualquiera que sea la forma que tome, la alternación en el ejercicio del poder, y el respeto por los derechos humanos.
Lo grave es que en Siria las cosas están hoy peor que antes, en medio de la incertidumbre marcada por una tragedia continuada de inestabilidad explosiva, desbalance poblacional, crisis económica, desempleo, y migraciones forzadas particularmente hacia Europa, territorio óptimo de realización de proyectos de vida imposibles de consolidar en medio del caos de un país destruido. Todo esto mientras se fortalece un proceso de contra reforma, impulsado por monarquías, también de tinte autoritario, que defienden sus intereses hegemónicos, de manera que se trata de volver a organizar las cosas de manera muy similar a como eran en el mundo árabe de principios de este siglo.
En esos términos, y mientras salen a flote las razones profundas de la medida y el trato efectivo al gobierno de Assad, el reintegro de Siria a la Liga Árabe emite una señal muy preocupante de retorno a un pasado indeseable. Pero, sobre todo, puede dejar desprovistas de justicia a las víctimas de un régimen que, con el reintegro a foros de los que había sido expulsado, comenzaría a quedar cubierto con el manto de la impunidad.
Nunca será fácil aceptar que resulte premiado el que peor se comporte. Si su comportamiento implica el haber hecho correr ríos de sangre, el premio será todavía más inmerecido. El colmo llega cuando se trata del desangre de las venas del propio pueblo de quien se haya mantenido en el poder por la fuerza, apelando a la tortura y la masacre de sus hermanos, con apoyo foráneo.
La Liga Árabe decidió admitir otra vez a Siria, que volverá a tomar su silla en esa organización 12 años después de haber sido echada por el comportamiento de su gobierno hacia su propio pueblo. El retorno se produce sin que se haya cumplido ninguno de los propósitos de la expulsión. De nada sirvieron las sanciones orientadas a castigar los abusos del régimen. No se pudieron evitar la guerra civil ni la destrucción física y moral desatada por la confrontación violenta con un dictador notablemente represivo que sigue en su oficio, con ayuda extranjera, y pretende continuar en el poder, como si nada hubiera pasado.
La aparente impunidad del régimen de Siria sería un nuevo desenlace, inesperado y fatal, de la “Primavera” que tantas ilusiones despertó hace más en una década con la esperanza de una mutación generalizada hacia la democracia en países árabes gobernados por autócratas. Apuesta popular que emergió, llena de ilusiones, para terminar en una cadena de fracasos. Algo que debe llevar a una reflexión sobre las opciones de formas de gobierno adecuadas a la trayectoria histórica, política y cultural, de sociedades acostumbradas a relaciones de poder entre gobernantes y gobernados tradicionalmente alejadas de los ideales democráticos.
Es muy posible que la gente de la calle que, espontáneamente, se movilizó entonces en el mundo árabe contra el despotismo, en busca de libertad y justicia social, en un ambiente de respeto por la dignidad humana, careciera de profundidad política para plantear alternativas de gobierno estudiadas y viables, capaces de reemplazar adecuadamente regímenes opresivos y decadentes. No necesariamente se trataba de emular a Francia, Alemania, ni los Estados Unidos. Aunque el bloque occidental, ignorante y miope en el conocimiento de culturas diferentes de la suya, esperaba una mutación que de la noche a la mañana convirtiera a una decena de países gobernados desde hace milenios por faraones, emires, visires y sátrapas, en democracias liberales.
Los logros iniciales del movimiento contra la persistencia de regímenes autoritarios en el norte de África y el Medio Oriente, con la caída de los longevos gobiernos de Zine el-Abidine Ben Ali en Túnez y Hosni Mubarak en Egipto, llegaron a ilusionar a muchos con la idea de que se produjeran cambios importantes en la forma de gobierno de otros países árabes. Pero muy pronto Egipto volvió a su esquema de gobierno centralizado, orientado por tecnócratas, protectores del modelo económico de la postguerra, con un antiguo jefe militar a la cabeza. El proceso tunecino, después de unos admirables destellos de democracia, ha venido a terminar en una nueva arremetida de autocracia, mientras Libia y Yemen resultaron destrozados por la guerra, que alcanzó su máxima expresión de ferocidad y destrucción en Siria.
Al comenzar el Siglo XXI, Bashar Hafez al Assad tuvo que abandonar su vocación de oftalmólogo para heredar el gobierno que su padre había ejercido durante las casi tres décadas anteriores. Cambio de oficio que lo convirtió súbitamente en continuador de una dinastía dictatorial que con el brote de la Primavera Árabe se radicalizó para mantenerse en el poder a costa de la destrucción de su propio país y su propio pueblo.
La actitud de Assad ante la protesta ciudadana, que pasó de inmediato a una represión despiadada y una guerra civil protagonizada por su ejército y sus opositores, ha dejado un saldo vergonzoso para la humanidad. Un tercio de la población ha abandonado el país, dejando atrás aldeas y ciudades destruidas, y llevando consigo lo que pueda quedar de sus vidas, también destruidas, para habitar campos de refugiados o tratar de insertarse como marginales en países europeos.
Diferentes potencias extranjeras, e inclusive mercenarios, han contribuido a la supervivencia del gobierno, a la represión que desde allí ejerce, y a la prolongación del sacrificio de todo el país. Allí están los iraníes y los rusos, con asesores militares y provisión de equipamiento bélico, cada quien con su interés estratégico. También están los turcos, jugando el juego de poder expansivo “neo otomano” de los últimos años. Los europeos han tratado de jugar sus cartas en favor de la paz y la ayuda humanitaria. Los estadounidenses han estado presentes para cumplir con su “deber” de superpotencia, y los saudíes con su idea de potencia regional. Mientras los israelíes andan pendientes, e intervienen política o militarmente, a pesar de su neutralidad declarada, cuando consideran necesario contrarrestar la acción de su enemigo declarado, Irán.
Ante la realidad de una Siria destrozada, con más de 3000.000 muertos en un conflicto civil, ejemplo de todo lo que no debe suceder entre un gobierno y su pueblo, la decisión de admitirlo de nuevo en un foro del que fue expulsado por motivos que siguen vigentes, produce natural desasosiego en cuanto al valor de las sanciones internacionales impuestas a ciertos regímenes. Aunque no sobra preguntarse sobre la utilidad de mantener vigentes dichas sanciones cuando con ellas no se consiguen los resultados que se esperaban. Lo cual no exime de responsabilidad a quienes sientan el precedente de aliviarles a ciertos dictadores el peso del castigo impuesto, así sea sobre la consideración pragmática de que ahí se han quedado y que la diplomacia se ejerce no solamente con los amigos.
Los progresos democráticos del mundo árabe siguen por verse. Si bien hay que aceptar que cada país tiene derecho a adoptar el régimen que más convenga a su forma de ver el mundo y la vida, hay unas líneas rojas que a estas alturas de la historia deben ser respetadas, como son los principios básicos de un estado de derecho, cualquiera que sea la forma que tome, la alternación en el ejercicio del poder, y el respeto por los derechos humanos.
Lo grave es que en Siria las cosas están hoy peor que antes, en medio de la incertidumbre marcada por una tragedia continuada de inestabilidad explosiva, desbalance poblacional, crisis económica, desempleo, y migraciones forzadas particularmente hacia Europa, territorio óptimo de realización de proyectos de vida imposibles de consolidar en medio del caos de un país destruido. Todo esto mientras se fortalece un proceso de contra reforma, impulsado por monarquías, también de tinte autoritario, que defienden sus intereses hegemónicos, de manera que se trata de volver a organizar las cosas de manera muy similar a como eran en el mundo árabe de principios de este siglo.
En esos términos, y mientras salen a flote las razones profundas de la medida y el trato efectivo al gobierno de Assad, el reintegro de Siria a la Liga Árabe emite una señal muy preocupante de retorno a un pasado indeseable. Pero, sobre todo, puede dejar desprovistas de justicia a las víctimas de un régimen que, con el reintegro a foros de los que había sido expulsado, comenzaría a quedar cubierto con el manto de la impunidad.