Hay Estados que descuidan regiones enteras y las abandonan a su destino, como si fueran parte de otro país.
La preocupación por el desarrollo de las comarcas más promisorias en la obtención de resultados de impacto macroeconómico hace que se refinen los mecanismos para apoyar a los grandes productores agrícolas, que son los que evidentemente tienen poder de negociación y sostienen las estadísticas en alto. De manera paralela tiende a operar la desestima de territorios y sectores sociales que parecen insignificantes porque no tienen una clara vinculación con los mercados externos, aunque cumplan la virtuosa labor de proveer productos para satisfacer necesidades cotidianas de los hogares.
El menosprecio hacia los sectores campesinos, cuando no representan una fuerza económica ostensible ni una amenaza para la estabilidad de la sociedad y del Estado, termina por pagarse cuando llega la sorpresa de un despertar, frecuentemente fogoso. En la explosión participan entonces todos aquellos a quienes no se les ha puesto atención, como en el caso de la revuelta campesina de Boyacá, que ha irrumpido en medio de la apoteosis de un país urbano, aspirante a entrar en las ligas de la OCDE, que recibe desde las carreteras un llamado de atención por haberse dedicado prioritariamente a atender las necesidades de la gran agricultura, que ahora cuenta entre sus actores no solo a los empresarios tradicionales, sino a nuevos grandes cultivadores que extienden al campo los brazos de su acción monopólica.
Hasta hace medio siglo Boyacá había provisto a Colombia de la mayoría de sus Presidentes y no era concebible un gabinete ministerial sin ministro boyacense. En los partidos políticos se repetía esa presencia de poder. El pacto del Frente Nacional ayudó a desdibujar rápidamente los valores del Departamento, para convertirlo en un estadio lamentable de componendas, y la migración convirtió a Bogotá en la verdadera capital de los boyacenses, que en primera o en segunda generación se han convertido en la mayoría de los habitantes de la única metrópolis colombiana. La desmembración de Boyacá, para dar paso a la existencia autónoma de Casanare, con toda su riqueza, implicó la reducción a la mitad del territorio histórico de los boyacenses, sin que existan huellas de batalla alguna de los dirigentes políticos de la época por salvar la integridad del Departamento. Allá su conciencia les ha de fustigar cuando hagan el inventario de sus recuerdos.
La molestia de los boyacenses por la modalidad inédita de celebración del Siete de Agosto en 2013, y los acontecimientos de ahora, que muchos tratan de minimizar porque, como es típico en Colombia, “las cosas no están como para preocupar a la gente”, no son más que la expresión de un malestar que se venía gestando desde hace años y sobre el cual muchos advirtieron a tiempo, al señalar que en Boyacá se estaba cultivando una injusticia descomunal que podría terminar en una revuelta de proporciones incalculables. Pacíficos y sumidos en el trabajo y la contemplación serena de la vida, con la fuerza interna de una conciencia tranquila, a la manera de los tibetanos, los boyacenses han visto desfilar ministros y gobiernos que no se han ocupado apropiadamente del destino del pequeño campesino, al que acostumbran a mirar como parte del paisaje, sin que cuente para nada en uno de los países más desiguales del mundo, porque ocupa uno de esos extremos de la sociedad que no tienen mayor significación económica y carecen de trascendencia política porque no tienen quién los represente con suficiente poderío. Aunque la nación entera debería recordar que estos campesinos llevan, como los llaneros, la misma sangre de los soldados del ejército libertador y que son miles con el corazón y la fuerza de los campeones contemporáneos, de los que el país se enorgullece.
Sometidos por razón de las circunstancias, y por las decisiones de los especialistas de turno, a ser “parte del mundo globalizado, como cualquier ciudadano del planeta al comenzar el Siglo XXI” los campesinos de Boyacá, como los del resto del país, han cumplido hasta ahora impasibles la obligación de pagar, con sus reducidos ingresos, combustibles más caros que en los Estados Unidos, insumos agrícolas vendidos a precios exorbitantes y medicinas más costosas que en cualquier país de América Latina. Esto por mencionar solo algunas de las muestras de injusticia social resultantes de políticas impuestas por planificadores que se ufanan sin vergüenza de sus engendros, como el de proscribir la costumbre ancestral de la resiembra de una parte de la cosecha, Resolución 970 de 2011 del ICA, para obligar a todo el mundo a comprar y sembrar semillas “certificadas” que provienen de multinacionales que ofrecen solo un paquete completo de insumos diseñados para que su negocio se pueda perpetuar.
Quienes negociaron el TLC con los Estados Unidos y fueron a Washington a rogar que lo aceptaran, mientras en Colombia lo presentaban como la tabla de salvación para la nación entera, deberían salir ahora a explicar qué tenían pensado para este momento; porque sería increíble que, bajo el mando de un Presidente de raigambre agraria, no hubieran concebido una salida decorosa para los cultivadores de papa y los productores de leche, en lugar de echarlos al foso de la competencia abierta con los de la Unión Americana, apoyados por el gigante aparato de la economía más poderosa del mundo y apalancados, como se sabe, por su gobierno. En particular sería bueno que aclararan las razones para haber pactado las prohibiciones de la Sección G, Artículo 2:16 del Tratado, como si no conocieran las condiciones específicas de la pequeña agricultura colombiana.
Los hechos de violencia, que para sorpresa de muchos sacuden hoy la región más pacífica de Colombia, no se han debido producir bajo circunstancias de buen gobierno. Gobernar es prever. Es adelantarse a los acontecimientos. Es no sacrificar a ningún compatriota, por insignificante que parezca o por paciente que sea. Es concebir salidas para las eventualidades de los procesos económicos, máxime cuando se sabe a ciencia cierta que la adopción de ciertas políticas puede traer consecuencias para las que hay que ayudar a todos a estar preparados.
La paz debe volver a reinar en Boyacá, y será necesario emplearse a fondo para que la fractura que se produjo no tenga consecuencias aún más graves en el mediano plazo. Los boyacenses, todos, tienen el deber de apoyar un esfuerzo honesto de parte del Gobierno del Presidente Santos, marcado por la audacia de aprovechar el momento y concebir, de urgencia pero con ánimo de permanencia, un experimento incisivo de cambio profundo. Dicho experimento ha de estar orientado a que toda esa fuerza y esa voluntad, que hoy reaccionan ante la agresión de unas políticas que condenan a los pequeños campesinos a la miseria, se pongan más bien a la orden de un gran proyecto en el que ya ellos no sean, como de costumbre, simplemente la mano de obra barata que sirva a los intereses de los que viven de los privilegios que les dan sus conexiones con el Estado.
En su momento señalamos que el Presidente Santos pasaría a la historia si llegase a tener la audacia de inventar un nuevo país en la Región Caribe, con ocasión de la reconstrucción de los asentamientos humanos destruidos por el invierno, mediante la configuración de un nuevo modelo de aldeas y ciudades integradas ekísticamente. Eso aún está por verse.
Ahora, la historia le ofrece otra oportunidad a través de un nuevo reto, de aquellos que han permitido en otras partes la revelación de grandes estadistas: reconstruir el tejido social de Boyacá y configurar un orden de democracia económica que sirva de modelo para todo el país y que permita que los campesinos sean socios de la empresa del desarrollo, en lugar de jugar el papel de sumisos segundones bajo un modelo que los menosprecia y les cierra las puertas. En ese empeño deberían ayudar tantos boyacenses que con experiencia y talento triunfan en otras partes, pero mantienen un pedazo de alma en la tierra noble que los vio nacer. El Presidente, que recuerda con emoción cómo su padre nació en Tunja, debería convocarlos para dar conjuntamente con ellos una buena muestra de liderazgo.
Si el problema se trata bajo los esquemas tradicionales de ir a ofrecer raciones de caridad o préstamos para que todo siga igual o peor, sin dar opciones para que la gente se dedique a nuevas actividades, y se pueda conectar mediante asociaciones de pequeños cultivadores con los mercados internacionales, cuyas bondades tanto se pregonan, Boyacá tendrá que seguir con su cruz a cuestas y puede ser el semillero de problemas mayores, que recibirán como herencia generaciones y gobiernos futuros.
Hay Estados que descuidan regiones enteras y las abandonan a su destino, como si fueran parte de otro país.
La preocupación por el desarrollo de las comarcas más promisorias en la obtención de resultados de impacto macroeconómico hace que se refinen los mecanismos para apoyar a los grandes productores agrícolas, que son los que evidentemente tienen poder de negociación y sostienen las estadísticas en alto. De manera paralela tiende a operar la desestima de territorios y sectores sociales que parecen insignificantes porque no tienen una clara vinculación con los mercados externos, aunque cumplan la virtuosa labor de proveer productos para satisfacer necesidades cotidianas de los hogares.
El menosprecio hacia los sectores campesinos, cuando no representan una fuerza económica ostensible ni una amenaza para la estabilidad de la sociedad y del Estado, termina por pagarse cuando llega la sorpresa de un despertar, frecuentemente fogoso. En la explosión participan entonces todos aquellos a quienes no se les ha puesto atención, como en el caso de la revuelta campesina de Boyacá, que ha irrumpido en medio de la apoteosis de un país urbano, aspirante a entrar en las ligas de la OCDE, que recibe desde las carreteras un llamado de atención por haberse dedicado prioritariamente a atender las necesidades de la gran agricultura, que ahora cuenta entre sus actores no solo a los empresarios tradicionales, sino a nuevos grandes cultivadores que extienden al campo los brazos de su acción monopólica.
Hasta hace medio siglo Boyacá había provisto a Colombia de la mayoría de sus Presidentes y no era concebible un gabinete ministerial sin ministro boyacense. En los partidos políticos se repetía esa presencia de poder. El pacto del Frente Nacional ayudó a desdibujar rápidamente los valores del Departamento, para convertirlo en un estadio lamentable de componendas, y la migración convirtió a Bogotá en la verdadera capital de los boyacenses, que en primera o en segunda generación se han convertido en la mayoría de los habitantes de la única metrópolis colombiana. La desmembración de Boyacá, para dar paso a la existencia autónoma de Casanare, con toda su riqueza, implicó la reducción a la mitad del territorio histórico de los boyacenses, sin que existan huellas de batalla alguna de los dirigentes políticos de la época por salvar la integridad del Departamento. Allá su conciencia les ha de fustigar cuando hagan el inventario de sus recuerdos.
La molestia de los boyacenses por la modalidad inédita de celebración del Siete de Agosto en 2013, y los acontecimientos de ahora, que muchos tratan de minimizar porque, como es típico en Colombia, “las cosas no están como para preocupar a la gente”, no son más que la expresión de un malestar que se venía gestando desde hace años y sobre el cual muchos advirtieron a tiempo, al señalar que en Boyacá se estaba cultivando una injusticia descomunal que podría terminar en una revuelta de proporciones incalculables. Pacíficos y sumidos en el trabajo y la contemplación serena de la vida, con la fuerza interna de una conciencia tranquila, a la manera de los tibetanos, los boyacenses han visto desfilar ministros y gobiernos que no se han ocupado apropiadamente del destino del pequeño campesino, al que acostumbran a mirar como parte del paisaje, sin que cuente para nada en uno de los países más desiguales del mundo, porque ocupa uno de esos extremos de la sociedad que no tienen mayor significación económica y carecen de trascendencia política porque no tienen quién los represente con suficiente poderío. Aunque la nación entera debería recordar que estos campesinos llevan, como los llaneros, la misma sangre de los soldados del ejército libertador y que son miles con el corazón y la fuerza de los campeones contemporáneos, de los que el país se enorgullece.
Sometidos por razón de las circunstancias, y por las decisiones de los especialistas de turno, a ser “parte del mundo globalizado, como cualquier ciudadano del planeta al comenzar el Siglo XXI” los campesinos de Boyacá, como los del resto del país, han cumplido hasta ahora impasibles la obligación de pagar, con sus reducidos ingresos, combustibles más caros que en los Estados Unidos, insumos agrícolas vendidos a precios exorbitantes y medicinas más costosas que en cualquier país de América Latina. Esto por mencionar solo algunas de las muestras de injusticia social resultantes de políticas impuestas por planificadores que se ufanan sin vergüenza de sus engendros, como el de proscribir la costumbre ancestral de la resiembra de una parte de la cosecha, Resolución 970 de 2011 del ICA, para obligar a todo el mundo a comprar y sembrar semillas “certificadas” que provienen de multinacionales que ofrecen solo un paquete completo de insumos diseñados para que su negocio se pueda perpetuar.
Quienes negociaron el TLC con los Estados Unidos y fueron a Washington a rogar que lo aceptaran, mientras en Colombia lo presentaban como la tabla de salvación para la nación entera, deberían salir ahora a explicar qué tenían pensado para este momento; porque sería increíble que, bajo el mando de un Presidente de raigambre agraria, no hubieran concebido una salida decorosa para los cultivadores de papa y los productores de leche, en lugar de echarlos al foso de la competencia abierta con los de la Unión Americana, apoyados por el gigante aparato de la economía más poderosa del mundo y apalancados, como se sabe, por su gobierno. En particular sería bueno que aclararan las razones para haber pactado las prohibiciones de la Sección G, Artículo 2:16 del Tratado, como si no conocieran las condiciones específicas de la pequeña agricultura colombiana.
Los hechos de violencia, que para sorpresa de muchos sacuden hoy la región más pacífica de Colombia, no se han debido producir bajo circunstancias de buen gobierno. Gobernar es prever. Es adelantarse a los acontecimientos. Es no sacrificar a ningún compatriota, por insignificante que parezca o por paciente que sea. Es concebir salidas para las eventualidades de los procesos económicos, máxime cuando se sabe a ciencia cierta que la adopción de ciertas políticas puede traer consecuencias para las que hay que ayudar a todos a estar preparados.
La paz debe volver a reinar en Boyacá, y será necesario emplearse a fondo para que la fractura que se produjo no tenga consecuencias aún más graves en el mediano plazo. Los boyacenses, todos, tienen el deber de apoyar un esfuerzo honesto de parte del Gobierno del Presidente Santos, marcado por la audacia de aprovechar el momento y concebir, de urgencia pero con ánimo de permanencia, un experimento incisivo de cambio profundo. Dicho experimento ha de estar orientado a que toda esa fuerza y esa voluntad, que hoy reaccionan ante la agresión de unas políticas que condenan a los pequeños campesinos a la miseria, se pongan más bien a la orden de un gran proyecto en el que ya ellos no sean, como de costumbre, simplemente la mano de obra barata que sirva a los intereses de los que viven de los privilegios que les dan sus conexiones con el Estado.
En su momento señalamos que el Presidente Santos pasaría a la historia si llegase a tener la audacia de inventar un nuevo país en la Región Caribe, con ocasión de la reconstrucción de los asentamientos humanos destruidos por el invierno, mediante la configuración de un nuevo modelo de aldeas y ciudades integradas ekísticamente. Eso aún está por verse.
Ahora, la historia le ofrece otra oportunidad a través de un nuevo reto, de aquellos que han permitido en otras partes la revelación de grandes estadistas: reconstruir el tejido social de Boyacá y configurar un orden de democracia económica que sirva de modelo para todo el país y que permita que los campesinos sean socios de la empresa del desarrollo, en lugar de jugar el papel de sumisos segundones bajo un modelo que los menosprecia y les cierra las puertas. En ese empeño deberían ayudar tantos boyacenses que con experiencia y talento triunfan en otras partes, pero mantienen un pedazo de alma en la tierra noble que los vio nacer. El Presidente, que recuerda con emoción cómo su padre nació en Tunja, debería convocarlos para dar conjuntamente con ellos una buena muestra de liderazgo.
Si el problema se trata bajo los esquemas tradicionales de ir a ofrecer raciones de caridad o préstamos para que todo siga igual o peor, sin dar opciones para que la gente se dedique a nuevas actividades, y se pueda conectar mediante asociaciones de pequeños cultivadores con los mercados internacionales, cuyas bondades tanto se pregonan, Boyacá tendrá que seguir con su cruz a cuestas y puede ser el semillero de problemas mayores, que recibirán como herencia generaciones y gobiernos futuros.