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Las guerras mal pueden ser inocuas. Terminadas las acciones, sus víctimas, en todos los bandos, siguen siendo perdedoras. Siempre hay alguien que cree haberlas ganado, y por un tiempo nadie lo ronda. Solamente su conciencia, de cuando en vez, le llama la atención sobre sus transgresiones y sus desaciertos. Hasta que llega la hora de responder ante el tribunal de la historia. Entonces salen a flote las cuentas represadas sobre las motivaciones y los actos de cada quién, y se pueden apreciar con mayor nitidez la luz de la verdad y la sombra de la mentira.
En mayo de 2003, el entonces presidente de los Estados Unidos, George Walker Bush, aterrizó en la cubierta del portaaviones Abraham Lincoln en el puesto de copiloto de un avión de combate y luego subió a un podio para proclamar que la “Operación Libertad Iraquí” había sido “un trabajo bien hecho”. Agregó que “las operaciones de combate en Irak han terminado”, y que “en la batalla de Irak, los Estados Unidos y sus aliados han prevalecido”. Al fondo, en lo alto, se veía un letrero que decía “Misión Cumplida”.
En mayo de 2022, en la sede de la biblioteca presidencial que lleva su nombre, el mismo expresidente criticó “la decisión de un hombre de lanzar la invasión totalmente injustificada y brutal de Irak”. Enseguida corrigió: “quiero decir de Ucrania”. Había incurrido en uno de sus característicos lapsus, que no dejaba de ser revelador.
Hace 20 años, los Estados Unidos lideraron, con su poderío de superpotencia, una invasión brutal de Irak, sobre la base de una premisa falsa: que Sadam Hussein, el dictador de Mesopotamia, poseía armas de destrucción masiva que representaban una amenaza para sus vecinos y para la comunidad internacional. Argumento que los promotores de la idea consideraron contundente y de fácil aceptación. Además, se acusó al régimen iraquí de apoyar organizaciones terroristas como Al Qaeda, por lo cual debía ser objetivo en la “guerra contra el terrorismo”. Aunque ninguno de los dos argumentos se pudo probar, Hussein ayudó en su momento a fortalecer la causa en su contra, al dar a entender que tenía mejores armas de las que se supiera, y al usar armas químicas en contra de rebeldes dentro de su propio país.
Todo se comenzó a orquestar desde finales de 2001, luego del infame ataque que destruyó las Torres Gemelas de Nueva York. Era una especie de reacción instintiva de castigo en contra de alguien, como ha sucedido tantas veces para encausar en algún sentido la furia popular, a más no poder. Para ello se obtuvo la “Iraq Resolution” por parte del Congreso, que propiciaba “desarmar a Irak de armas de destrucción masiva, acabar con el apoyo de Sadam Hussein al terrorismo, y liberar al pueblo de Irak”.
Del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se obtuvo una resolución que le confería a Irak una opción de desarme y se reforzaba el poder de monitoreo y verificación en territorio iraquí por parte de la ONU y de la Agencia Internacional de Energía Atómica. Resolución que fue posteriormente interpretada por los interesados como vía libre para la acción armada, aunque la invasión era desde un principio un propósito que Bush deseaba cumplir. Cuando el prestigioso secretario de estado, Colin Powell, después arrepentido, apareció en el Consejo a plantear la acción militar, convencido entonces de una causa cuya verdad no conocía a cabalidad, la decisión de la guerra había sido ya tomada en la Casa Blanca, aunque al parecer la comunidad de inteligencia no estaba satisfecha con los argumentos.
Ante la propuesta de lanzar un ataque armado a Irak, los países miembros del Consejo de Seguridad reaccionaron mayoritariamente en contra. Sólo la Gran Bretaña de Blair, la España de Aznar, y la Bulgaria de Parvanov respondieron positivamente. Francia estimó que la intervención militar era la peor solución posible. Rusia juzgó que no había evidencia para justificar una guerra. China abogó por una solución diplomática. Alemania se manifestó abiertamente en contra. Los demás miembros no permanentes, Angola, Camerún, Chile, Guinea, México, Pakistán y Siria, no apoyaron la idea. Kofi Annan, secretario general de la ONU, siempre sostuvo que la guerra desatada fue ilegal y que las resoluciones del Consejo sobre Irak no autorizaban la acción armada.
Liderados por los Estados Unidos, los atacantes de Irak dejaron caer más de 29.000 bombas y cohetes, que de entrada mataron miles de soldados y también de civiles, en una demostración de tecnología al servicio de la guerra que reporteros occidentales transmitieron desde escenarios aislados del ruido de la guerra que, según ellos, parecían estudios de Hollywood. Guerra inmisericorde, transmitida por televisión como espectáculo de precisión aparentemente aséptica, que destruyó en un rato las defensas iraquíes y también la infraestructura del país, e inclusive afectó tesoros de la humanidad, que había visto allí en Mesopotamia el nacimiento de una importante corriente del desarrollo de la civilización.
Sadam cayó. Su propio pueblo procedió a derribar sus estatuas y destrozar sus imágenes prendidas en las paredes de las oficinas públicas. Más tarde alguien delató su escondite y fue ahorcado con prontitud. Pero el propósito de reemplazar su régimen dictatorial por un sistema calcado de las democracias occidentales no se pudo cumplir en un país que es una colcha de retazos, no la tribu elemental que pensaban en Washington, con tradiciones de gobierno más antiguas que la fundación de cualquier estado europeo. Los “administradores”, que no eran otra cosa que dictadores extranjeros, designados por los vencedores de la guerra, no sabían cómo gobernar un país donde alguna vez mandó Nabucodonosor. El muy lúcido Javier Solana, para la época alto representante de la Unión Europea para asuntos exteriores y política de seguridad común, y quien había sido secretario general de la OTAN, dijo en 2018 que “si la misión fue la de liberar a Irak del terror, reconstruir el país y fortalecer la seguridad en todo sentido, fue un absoluto fracaso”.
La violencia no ha cesado en Irak desde la invasión. Las cuentas de los muertos iraquíes oscilan entre 200.000 y un millón. Jamás se sabrá cuántos han sido. Allí se cometieron crímenes de guerra, descubiertos entre otros por Wikileaks, e inclusive se usaron instalaciones de Sadam para cometer atrocidades por parte de los invasores, como pasó en la cárcel de Abu Ghraib. A las naturales rebeliones de grupos y tribus se sumó la interferencia de potencias extranjeras, del “Estado Islámico” y otras organizaciones. Siempre hubo guerra, y no paz, a lo largo de las últimas dos décadas. Y los responsables de haber desatado todo ese horror, contra las advertencias de muchos, aún dentro de sus propios países, siguen flotando en la impunidad. Para eso les sirvió esa victoria cantada desde una plataforma a miles de kilómetros, que en realidad fue una nueva mentira, porque a esas alturas la guerra, y la desgracia, no habían hecho sino comenzar.
Sin cuentas saldadas respecto de Irak, para asombro del mundo y vergüenza de la humanidad, vivimos ahora, de fuente distinta y en el continente europeo, otra guerra montada sobre la base de una mentira: la de “detener el avance de los nazis contra la madre Rusia”. Apelación, otra vez, a un argumento que en este caso busca despertar el heroísmo de los rusos, que se batieron con valentía en defensa de su patria en la Segunda Guerra Mundial.
Así como ahora se ha corrido el velo de la mentira de hace dos décadas, habrá que ver si dentro de veinte años se descubren las mentiras de hoy. La guerra se suele adelantar a la verdad. Pero esta llega por fin.