El contrato social de una nación se construye sobre una visión compartida de la relación entre los ciudadanos y el Estado, y por ende de los deberes y derechos de unos y otros. El Estado es el principal aunque no el único responsable de su cumplimiento. Este contrato no es inamovible y puede ajustarse a nuevas realidades históricas y políticas, siempre y cuando estas transformaciones se hagan a partir de consensos. Consensos que, para garantizar su legitimidad, no se imponen, sino que se construyen sobre el reconocimiento de la historia y de una visión compartida sobre el futuro. Esto es lo que en su momento Álvaro Gómez Hurtado llamó acuerdos sobre lo fundamental.
En Colombia cada día es más evidente la intención de construir un nuevo pacto fundacional a partir de “nuevas” interpretaciones de la historia. El nombramiento del director del Centro Nacional de Memoria Histórica es un claro ejemplo de ello. Después de dos intentos fallidos, finalmente el presidente Duque nombró al historiador Darío Acevedo, quien a diferencia de los dos anteriores sí cumple con los requisitos formales exigidos para ocupar el cargo. Sin embargo, todos tienen un elemento en común. Niegan que en Colombia haya habido conflicto armado. La paradoja radica en que esta persona va a dirigir una entidad que, como lo recordó Rodrigo Uprimny en su última columna en El Espectador, por mandato legal debe documentar e investigar las atrocidades “ocurridas con ocasión del conflicto armado interno”.
Este no es el único caso. Recientemente la ministra de Cultura retiró de sus cargos a los directores de las tres entidades más importantes en materia de preservación, sistematización y divulgación de los documentos que recogen la memoria histórica del país: el Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional y el Museo Nacional. Se trataba de tres funcionarios de las más altas calidades profesionales, que nunca antepusieron su propia mirada de la historia a las miradas diversas que de ésta existen. Muchos podrán argumentar que es potestativo del presidente y de sus ministros hacer estos cambios, y tienen razón. Sin embargo, se debe llamar la atención sobre el hecho de que son precisamente las cabezas de las instituciones encargadas de la custodia de nuestra historia.
La memoria no le pertenece, ni le puede pertenecer a un partido o a una línea ideológica de pensamiento en particular. Si se le abren las puertas a esta forma de concebir la historia, se corre el riesgo de que se imponga una “verdad”, la que profesan quienes detentan el poder.
En el 2002 se firmó el llamado Pacto de Ralito entre paramilitares, senadores, representantes, concejales, alcaldes, miembros de diferentes partidos, empresarios y ganaderos. El objetivo, como se reveló posteriormente en el marco de las investigaciones sobre el paramilitarismo en Colombia, era “refundar la patria”. O, como se expresaba en el documento fundante de este acuerdo, construir un nuevo contrato social. Ojalá no estemos ad portas de un nuevo intento de refundación de la patria, esta vez a partir de la imposición de una visión de la historia y de la negación de lo innegable.
El contrato social de una nación se construye sobre una visión compartida de la relación entre los ciudadanos y el Estado, y por ende de los deberes y derechos de unos y otros. El Estado es el principal aunque no el único responsable de su cumplimiento. Este contrato no es inamovible y puede ajustarse a nuevas realidades históricas y políticas, siempre y cuando estas transformaciones se hagan a partir de consensos. Consensos que, para garantizar su legitimidad, no se imponen, sino que se construyen sobre el reconocimiento de la historia y de una visión compartida sobre el futuro. Esto es lo que en su momento Álvaro Gómez Hurtado llamó acuerdos sobre lo fundamental.
En Colombia cada día es más evidente la intención de construir un nuevo pacto fundacional a partir de “nuevas” interpretaciones de la historia. El nombramiento del director del Centro Nacional de Memoria Histórica es un claro ejemplo de ello. Después de dos intentos fallidos, finalmente el presidente Duque nombró al historiador Darío Acevedo, quien a diferencia de los dos anteriores sí cumple con los requisitos formales exigidos para ocupar el cargo. Sin embargo, todos tienen un elemento en común. Niegan que en Colombia haya habido conflicto armado. La paradoja radica en que esta persona va a dirigir una entidad que, como lo recordó Rodrigo Uprimny en su última columna en El Espectador, por mandato legal debe documentar e investigar las atrocidades “ocurridas con ocasión del conflicto armado interno”.
Este no es el único caso. Recientemente la ministra de Cultura retiró de sus cargos a los directores de las tres entidades más importantes en materia de preservación, sistematización y divulgación de los documentos que recogen la memoria histórica del país: el Archivo General de la Nación, la Biblioteca Nacional y el Museo Nacional. Se trataba de tres funcionarios de las más altas calidades profesionales, que nunca antepusieron su propia mirada de la historia a las miradas diversas que de ésta existen. Muchos podrán argumentar que es potestativo del presidente y de sus ministros hacer estos cambios, y tienen razón. Sin embargo, se debe llamar la atención sobre el hecho de que son precisamente las cabezas de las instituciones encargadas de la custodia de nuestra historia.
La memoria no le pertenece, ni le puede pertenecer a un partido o a una línea ideológica de pensamiento en particular. Si se le abren las puertas a esta forma de concebir la historia, se corre el riesgo de que se imponga una “verdad”, la que profesan quienes detentan el poder.
En el 2002 se firmó el llamado Pacto de Ralito entre paramilitares, senadores, representantes, concejales, alcaldes, miembros de diferentes partidos, empresarios y ganaderos. El objetivo, como se reveló posteriormente en el marco de las investigaciones sobre el paramilitarismo en Colombia, era “refundar la patria”. O, como se expresaba en el documento fundante de este acuerdo, construir un nuevo contrato social. Ojalá no estemos ad portas de un nuevo intento de refundación de la patria, esta vez a partir de la imposición de una visión de la historia y de la negación de lo innegable.