“Vamos a ver si se atreven, hijos de puta. ¿Quién quiere ser el primero en sentir que la hoja de mi cuchillo se resbala por algunas de esas panzas llenas de porquería y cerveza? Será el culo de sus madres el que recordaré cada vez que hunda este carnicero en cada uno de ustedes”.
El capitán Charles Lecartier bajó del puente de mando a la cubierta del buque Étoile des Mers que iniciaba su navegación desde Panamá con dirección a Francia.
“Paul, desde que te conocí en el puerto sé que manejas peligrosamente el cuchillo”, le dijo el capitán. “No lo vayas a usar con mi gente. Entiendo que esta basura de bastardos quería darte la bienvenida como un nuevo a bordo practicando la sodomía, pero yo necesito de esta gentuza, la conozco bien. Sé que la única razón por la que me obedecen es porque soy el que paga. Te conseguiré un sitio cerca de mi camarote para ti y ese otro amigo con que vienes, Charles. Tengo entendido que ambos buscan pintar en tierras mas inhóspitas. He sabido que trabajaste en Panamá, donde las obras del canal parecían necesitar mucha gente, pero no les resultó lo que esperaban. Mi barco recalará en la isla de Martinica, territorio francés de ultramar. Si queréis os puedo dejar ahí antes de que decidan volver a Europa.
Unos meses antes, Mette, la esposa danesa con quien Gauguin tenía cinco hijos, había escuchado calladamente la explicación de su teoría de la pintura como su objetivo para poder desarrollarse como persona y comenzar de nuevo. En tono cortante y de pocos amigos le dijo: “Si bien entiendo, te vas a Panamá para buscar trabajo e inspiración en otro paisaje. ¿Correcto? Y campantemente me dejas con cinco hijos para que yo me encargue de ellos. ¿Correcto? Si no fuera porque mi familia es pudiente en Dinamarca, yo me moriría de hambre mendigando migajas de pan en París mientras tú aprendes a pintar a los 39 años. ¿Correcto? Vete al mismísimo carajo. Yo me quedo en Copenhague. Me pregunto qué hubieras hecho si yo no tuviera ni un céntimo. Seguramente lo mismo.
No quise decírtelo, pero hablé con tu jefe de la bolsa de valores en París, monsieur Antoine, quien me comentó que le parecía idiota que después de 11 años de labrarte un futuro exitoso hubieras optado por dejarlo todo, inclusive a nosotros, para cumplir tus deseos de pintor tardío”.
Paul Gauguin (1848-1903) y su amigo y compañero de aventura Charles Laval (1861-1894) permanecieron durante cuatro meses en un territorio que Gauguin llamó un “paraíso tropical primitivo”. En junio de 1887 escribió a su esposa, con quien mantenía una tenue relación, y le explicaba que el lugar era magnífico, simple, la gente buena y toda la comida la tenía a la mano, solo bastaba ir al pequeño mercado para conseguir productos de la isla.
Cuatro meses después de escribir a su esposa, el panorama era otro. El pintor estaba acabándose físicamente debido a las enfermedades del trópico: fiebres, disentería, malaria y el resto. Mendigando y sin un centavo, logró que un barco lo llevara a Francia de nuevo.
Este gran pintor finalmente logró un puesto de honor entre los artistas europeos. Su estilo y búsquedas primitivas en su pintura lo llevaron a la cúspide. Fue reconocido como el líder del movimiento simbolista en Francia. Pero a Gauguin el destino le torció el brazo. Después de su experiencia en la Polinesia, terminó su días enfermo y acabado en Atuona, una islita del Pacífico sur.
Intenso y comprometido, Gauguin nunca olvidó en su arte su estadía de pequeño en Perú, donde pudo extraer las formas primitivas que lo acompañaron en su madurez artística. Un hombre al que la vida le mostró todos sus vaivenes: la riqueza, la pobreza, la fama, el cultivo de amistades que marcaron su rumbo y de pintores contemporáneos, como Cézanne, a quien veneró como su guía.
La exposición en el Museo Van Gogh, a la que asistí, reunió cuadros y dibujos de su estadía en Martinica, algo muy excepcional.
En este texto, obvio, hay diálogos y ficciones que salieron de mi imaginación. Es la licencia que se da cualquiera que escribe y quiere mezclar la historia con la ficción. Pero los datos concretos son verídicos: el paso de Gauguin por Panamá, su estancia de cuatro meses en Martinica junto con Charles Laval y el impacto que dejó en su pintura, para el resto de su vida, esa búsqueda de un entorno más simple y más libre.
YouTube:
Que tenga un domingo amable.
“Vamos a ver si se atreven, hijos de puta. ¿Quién quiere ser el primero en sentir que la hoja de mi cuchillo se resbala por algunas de esas panzas llenas de porquería y cerveza? Será el culo de sus madres el que recordaré cada vez que hunda este carnicero en cada uno de ustedes”.
El capitán Charles Lecartier bajó del puente de mando a la cubierta del buque Étoile des Mers que iniciaba su navegación desde Panamá con dirección a Francia.
“Paul, desde que te conocí en el puerto sé que manejas peligrosamente el cuchillo”, le dijo el capitán. “No lo vayas a usar con mi gente. Entiendo que esta basura de bastardos quería darte la bienvenida como un nuevo a bordo practicando la sodomía, pero yo necesito de esta gentuza, la conozco bien. Sé que la única razón por la que me obedecen es porque soy el que paga. Te conseguiré un sitio cerca de mi camarote para ti y ese otro amigo con que vienes, Charles. Tengo entendido que ambos buscan pintar en tierras mas inhóspitas. He sabido que trabajaste en Panamá, donde las obras del canal parecían necesitar mucha gente, pero no les resultó lo que esperaban. Mi barco recalará en la isla de Martinica, territorio francés de ultramar. Si queréis os puedo dejar ahí antes de que decidan volver a Europa.
Unos meses antes, Mette, la esposa danesa con quien Gauguin tenía cinco hijos, había escuchado calladamente la explicación de su teoría de la pintura como su objetivo para poder desarrollarse como persona y comenzar de nuevo. En tono cortante y de pocos amigos le dijo: “Si bien entiendo, te vas a Panamá para buscar trabajo e inspiración en otro paisaje. ¿Correcto? Y campantemente me dejas con cinco hijos para que yo me encargue de ellos. ¿Correcto? Si no fuera porque mi familia es pudiente en Dinamarca, yo me moriría de hambre mendigando migajas de pan en París mientras tú aprendes a pintar a los 39 años. ¿Correcto? Vete al mismísimo carajo. Yo me quedo en Copenhague. Me pregunto qué hubieras hecho si yo no tuviera ni un céntimo. Seguramente lo mismo.
No quise decírtelo, pero hablé con tu jefe de la bolsa de valores en París, monsieur Antoine, quien me comentó que le parecía idiota que después de 11 años de labrarte un futuro exitoso hubieras optado por dejarlo todo, inclusive a nosotros, para cumplir tus deseos de pintor tardío”.
Paul Gauguin (1848-1903) y su amigo y compañero de aventura Charles Laval (1861-1894) permanecieron durante cuatro meses en un territorio que Gauguin llamó un “paraíso tropical primitivo”. En junio de 1887 escribió a su esposa, con quien mantenía una tenue relación, y le explicaba que el lugar era magnífico, simple, la gente buena y toda la comida la tenía a la mano, solo bastaba ir al pequeño mercado para conseguir productos de la isla.
Cuatro meses después de escribir a su esposa, el panorama era otro. El pintor estaba acabándose físicamente debido a las enfermedades del trópico: fiebres, disentería, malaria y el resto. Mendigando y sin un centavo, logró que un barco lo llevara a Francia de nuevo.
Este gran pintor finalmente logró un puesto de honor entre los artistas europeos. Su estilo y búsquedas primitivas en su pintura lo llevaron a la cúspide. Fue reconocido como el líder del movimiento simbolista en Francia. Pero a Gauguin el destino le torció el brazo. Después de su experiencia en la Polinesia, terminó su días enfermo y acabado en Atuona, una islita del Pacífico sur.
Intenso y comprometido, Gauguin nunca olvidó en su arte su estadía de pequeño en Perú, donde pudo extraer las formas primitivas que lo acompañaron en su madurez artística. Un hombre al que la vida le mostró todos sus vaivenes: la riqueza, la pobreza, la fama, el cultivo de amistades que marcaron su rumbo y de pintores contemporáneos, como Cézanne, a quien veneró como su guía.
La exposición en el Museo Van Gogh, a la que asistí, reunió cuadros y dibujos de su estadía en Martinica, algo muy excepcional.
En este texto, obvio, hay diálogos y ficciones que salieron de mi imaginación. Es la licencia que se da cualquiera que escribe y quiere mezclar la historia con la ficción. Pero los datos concretos son verídicos: el paso de Gauguin por Panamá, su estancia de cuatro meses en Martinica junto con Charles Laval y el impacto que dejó en su pintura, para el resto de su vida, esa búsqueda de un entorno más simple y más libre.
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Que tenga un domingo amable.