AL MOMENTO DE ESCRIBIR ESTA COlumna no se ha revelado la decisión de la Corte Constitucional sobre la tutela que presentó una lesbiana que pretende adoptar a la hija biológica de su pareja.
Se trata de una noticia fundamental que merece una discusión serena, juiciosa, pero sobre todo rigurosa y respetuosa con las normas vigentes. El asunto va mucho más allá de las creencias religiosas y de las posiciones dogmáticas, que aunque también son respetables, tienden a exacerbar el debate.
Miremos este caso a la luz de las leyes, porque tengo entendido que la caótica Constitución del 91, el Código Civil y el Código del Menor siguen en vigor.
Arranquemos por el artículo 42 de eso que llaman “ley de leyes”. Allí se lee que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla. La pareja tiene derecho a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos y deberá sostenerlos y educarlos mientras sean menores o impedidos.
Ese artículo nos brinda dos elementos fundamentales: la integración de la familia (una pareja de distinto sexo) y el derecho de ésta —hombre y mujer— a tener el número de hijos, concebidos o adoptados, que considere prudente.
Pero son más las normas que hablan sobre el asunto. El artículo 113 del Código Civil —aún no derogado— dice que “el matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen con el fin de vivir juntos, de procrear y de auxiliarse”. Cuando la multiplicación de la especie no se produce naturalmente, por imposibilidad o decisión libérrima de la pareja, ésta puede prolongarse a través de la adopción, siempre y cuando los adoptantes sean de sexos opuestos.
La mecánica de la adopción conjunta está regulada por el Código del Menor cuando dice que sólo pueden hacerlo los cónyuges y las parejas “formadas por el hombre y la mujer que demuestre una convivencia ininterrumpida de por lo menos 3 años”.
Nótese que ninguno de los artículos citados les concede a las parejas del mismo sexo la facultad de adoptar hijos.
No se trata de negar la existencia de los homosexuales, ni de coartarles el derecho a tener una vida afectiva acorde con su condición. Esas personas merecen respeto, pero no puede caerse en la equivocación de reventar los preceptos que ha acogido la sociedad en aras de satisfacer sus deseos.
Ahora, si se quiere cambiar el concepto de la familia y los derechos que de su conformación se desprenden, la discusión debe darse en escenarios mucho más amplios que la sala plena de la Corte Constitucional. El país merece que el debate se adelante a puertas abiertas y con el concurso de todos los sectores interesados.
Si la Corte autoriza la adopción en cuestión, abrirá la posibilidad para que el día de mañana las parejas homosexuales que quieran tener hijos biológicos, alquilen vientres para lograr su cometido.
Ejemplos de esta práctica hay de sobra. Elton John y su “esposo” David Furnish lo hicieron el año pasado.
Hay quienes defienden estas decisiones, argumentando que el mundo debe modernizarse y progresar. Es decir, consideran que el concepto de familia tal y como está concebida es retardatario, insuficiente y caduco.
Insisto que ese tipo de decisiones tienen que ser adoptadas colectivamente y no por nueve magistrados que, al margen de su sabiduría, son representantes de sus propias convicciones y no de la ciudadanía.
Este asunto debe mirarse con total responsabilidad y respetando no sólo a las minorías, sino a las mayorías cuya opinión a veces ignoran los jueces constitucionales. Ellas, las mayorías, también existen y tienen derechos ¿O me equivoco?
AL MOMENTO DE ESCRIBIR ESTA COlumna no se ha revelado la decisión de la Corte Constitucional sobre la tutela que presentó una lesbiana que pretende adoptar a la hija biológica de su pareja.
Se trata de una noticia fundamental que merece una discusión serena, juiciosa, pero sobre todo rigurosa y respetuosa con las normas vigentes. El asunto va mucho más allá de las creencias religiosas y de las posiciones dogmáticas, que aunque también son respetables, tienden a exacerbar el debate.
Miremos este caso a la luz de las leyes, porque tengo entendido que la caótica Constitución del 91, el Código Civil y el Código del Menor siguen en vigor.
Arranquemos por el artículo 42 de eso que llaman “ley de leyes”. Allí se lee que la familia es el núcleo fundamental de la sociedad. Se constituye por vínculos naturales o jurídicos, por la decisión libre de un hombre y una mujer de contraer matrimonio o por la voluntad responsable de conformarla. La pareja tiene derecho a decidir libre y responsablemente el número de sus hijos y deberá sostenerlos y educarlos mientras sean menores o impedidos.
Ese artículo nos brinda dos elementos fundamentales: la integración de la familia (una pareja de distinto sexo) y el derecho de ésta —hombre y mujer— a tener el número de hijos, concebidos o adoptados, que considere prudente.
Pero son más las normas que hablan sobre el asunto. El artículo 113 del Código Civil —aún no derogado— dice que “el matrimonio es un contrato solemne por el cual un hombre y una mujer se unen con el fin de vivir juntos, de procrear y de auxiliarse”. Cuando la multiplicación de la especie no se produce naturalmente, por imposibilidad o decisión libérrima de la pareja, ésta puede prolongarse a través de la adopción, siempre y cuando los adoptantes sean de sexos opuestos.
La mecánica de la adopción conjunta está regulada por el Código del Menor cuando dice que sólo pueden hacerlo los cónyuges y las parejas “formadas por el hombre y la mujer que demuestre una convivencia ininterrumpida de por lo menos 3 años”.
Nótese que ninguno de los artículos citados les concede a las parejas del mismo sexo la facultad de adoptar hijos.
No se trata de negar la existencia de los homosexuales, ni de coartarles el derecho a tener una vida afectiva acorde con su condición. Esas personas merecen respeto, pero no puede caerse en la equivocación de reventar los preceptos que ha acogido la sociedad en aras de satisfacer sus deseos.
Ahora, si se quiere cambiar el concepto de la familia y los derechos que de su conformación se desprenden, la discusión debe darse en escenarios mucho más amplios que la sala plena de la Corte Constitucional. El país merece que el debate se adelante a puertas abiertas y con el concurso de todos los sectores interesados.
Si la Corte autoriza la adopción en cuestión, abrirá la posibilidad para que el día de mañana las parejas homosexuales que quieran tener hijos biológicos, alquilen vientres para lograr su cometido.
Ejemplos de esta práctica hay de sobra. Elton John y su “esposo” David Furnish lo hicieron el año pasado.
Hay quienes defienden estas decisiones, argumentando que el mundo debe modernizarse y progresar. Es decir, consideran que el concepto de familia tal y como está concebida es retardatario, insuficiente y caduco.
Insisto que ese tipo de decisiones tienen que ser adoptadas colectivamente y no por nueve magistrados que, al margen de su sabiduría, son representantes de sus propias convicciones y no de la ciudadanía.
Este asunto debe mirarse con total responsabilidad y respetando no sólo a las minorías, sino a las mayorías cuya opinión a veces ignoran los jueces constitucionales. Ellas, las mayorías, también existen y tienen derechos ¿O me equivoco?