En Colombia: una historia mínima (Crítica, 2020), Jorge Orlando Melo plantea que después de 1886 hemos vivido en medio de un “extremismo simétrico”: “Dos ideales opuestos de progreso: uno respetuoso del pasado, moderado y respaldado por la Iglesia, y otro apoyado en la movilización de sectores plebeyos de la población […] y el ataque a los ricos en nombre de la justicia”.
Concepciones que a mediados del siglo XX se materializaron en “una guerra santa” entre “el orden conservador, basado en el mantenimiento de las jerarquías sociales y el control religioso, y alentado por la fe en el esfuerzo propio, y un orden liberal popular, basado en la idea de que la tarea central del Estado era promover el progreso económico […], tratando de corregir desigualdades e injusticias sociales y promoviendo la igualdad mediante la educación, la tributación y el gasto social”.
Estos modelos se han necesitado y se necesitan mutuamente: uno no puede existir sin el otro: antagonismo intolerante, violento, bestial, polarizador. Hoy esa dicotomía se encarna en caudillos de muy similar catadura: Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro Urrego. No hay Petro sin Uribe ni Uribe sin Petro. Ególatras, arbitrarios, convencidos del mesianismo de sus proyectos políticos, enemigos acérrimos de la opinión ajena, sobre todo cuando es contraria a sus creencias. Sus cálculos nunca van más allá de las ansias de mandar: maniobras de aves de corto vuelo, gallos o gallinetos de extravagante mediocridad. Incluyentes y/o excluyentes a la vez, nos mangonean sin piedad, nos crispan, nos quieren llevar a la guerra o a la revolución, joden nuestras vidas.
Sólo se diferencian en ineptitud. Uribe es cazurro, pero obtuso. La torpeza de Petro es babilónica, en permanente expansión como su ego descomedido. No ha sabido entender la coyuntura. Como con sensatez lo señaló mi gardenia Cathy Juvinao en un trino del 26 de abril dirigido al presidente: “No son momentos para radicalizarse. Son momentos para entender que ganamos con la mitad de los votos y que con la otra mitad del país debemos concertar acuerdos fundamentales para construir un cambio gradual y sostenible”. Consensos, acuerdo en lo fundamental, alianzas, concertación, pactos, algo que Petro no quiere hacer, pues cree que aceptar y ceder malogran su imagen de redentor en ascuas.
Ahora bien, si es tan torpe como afirmo, ¿entonces por qué encalambra a Joe Biden o a la monarquía española? Fácil. Porque en su discurso hay mucho de verdad. Inequidad, atraso, colonización económica y cultural, racismo, corrupción, estatismo deforme son apenas algunas de las lacras que fanáticos como Uribe quieren mantener a toda costa mientras Petro lucha por erradicarlas. A su manera, eso sí, casi idéntica a la del expresidente eterno.
Ay, el petrouribismo, paradoja de paradojas, “extremismo simétrico” que tanto nos envilece. ¡Oh, Fortuna!
Rabito: Mafe Carrascal, la otra gardenia, me recuerda mi pasado heroico cuando fui militante del MOIR y seguía al pie de la letra todo aquello que salía de “la mente luminosa del queridísimo camarada Francisco Mosquera”. Ella cree a pie juntillas en Petrosky. Tardé mucho tiempo en librarme de la fe en cualquier mesías. Ahora me identifico con Rafael Narbona, el lúcido filósofo español: “Pensar significa enjuiciar, evolucionar, rectificar. Sin espíritu crítico, nos convertimos en marionetas de los dogmas”.
Rabillo: Para mí, el padre Francisco de Roux es un ser de luz. Y punto aparte.
En Colombia: una historia mínima (Crítica, 2020), Jorge Orlando Melo plantea que después de 1886 hemos vivido en medio de un “extremismo simétrico”: “Dos ideales opuestos de progreso: uno respetuoso del pasado, moderado y respaldado por la Iglesia, y otro apoyado en la movilización de sectores plebeyos de la población […] y el ataque a los ricos en nombre de la justicia”.
Concepciones que a mediados del siglo XX se materializaron en “una guerra santa” entre “el orden conservador, basado en el mantenimiento de las jerarquías sociales y el control religioso, y alentado por la fe en el esfuerzo propio, y un orden liberal popular, basado en la idea de que la tarea central del Estado era promover el progreso económico […], tratando de corregir desigualdades e injusticias sociales y promoviendo la igualdad mediante la educación, la tributación y el gasto social”.
Estos modelos se han necesitado y se necesitan mutuamente: uno no puede existir sin el otro: antagonismo intolerante, violento, bestial, polarizador. Hoy esa dicotomía se encarna en caudillos de muy similar catadura: Álvaro Uribe Vélez y Gustavo Petro Urrego. No hay Petro sin Uribe ni Uribe sin Petro. Ególatras, arbitrarios, convencidos del mesianismo de sus proyectos políticos, enemigos acérrimos de la opinión ajena, sobre todo cuando es contraria a sus creencias. Sus cálculos nunca van más allá de las ansias de mandar: maniobras de aves de corto vuelo, gallos o gallinetos de extravagante mediocridad. Incluyentes y/o excluyentes a la vez, nos mangonean sin piedad, nos crispan, nos quieren llevar a la guerra o a la revolución, joden nuestras vidas.
Sólo se diferencian en ineptitud. Uribe es cazurro, pero obtuso. La torpeza de Petro es babilónica, en permanente expansión como su ego descomedido. No ha sabido entender la coyuntura. Como con sensatez lo señaló mi gardenia Cathy Juvinao en un trino del 26 de abril dirigido al presidente: “No son momentos para radicalizarse. Son momentos para entender que ganamos con la mitad de los votos y que con la otra mitad del país debemos concertar acuerdos fundamentales para construir un cambio gradual y sostenible”. Consensos, acuerdo en lo fundamental, alianzas, concertación, pactos, algo que Petro no quiere hacer, pues cree que aceptar y ceder malogran su imagen de redentor en ascuas.
Ahora bien, si es tan torpe como afirmo, ¿entonces por qué encalambra a Joe Biden o a la monarquía española? Fácil. Porque en su discurso hay mucho de verdad. Inequidad, atraso, colonización económica y cultural, racismo, corrupción, estatismo deforme son apenas algunas de las lacras que fanáticos como Uribe quieren mantener a toda costa mientras Petro lucha por erradicarlas. A su manera, eso sí, casi idéntica a la del expresidente eterno.
Ay, el petrouribismo, paradoja de paradojas, “extremismo simétrico” que tanto nos envilece. ¡Oh, Fortuna!
Rabito: Mafe Carrascal, la otra gardenia, me recuerda mi pasado heroico cuando fui militante del MOIR y seguía al pie de la letra todo aquello que salía de “la mente luminosa del queridísimo camarada Francisco Mosquera”. Ella cree a pie juntillas en Petrosky. Tardé mucho tiempo en librarme de la fe en cualquier mesías. Ahora me identifico con Rafael Narbona, el lúcido filósofo español: “Pensar significa enjuiciar, evolucionar, rectificar. Sin espíritu crítico, nos convertimos en marionetas de los dogmas”.
Rabillo: Para mí, el padre Francisco de Roux es un ser de luz. Y punto aparte.