Cuando yo era chiquito había libros clandestinos. Prohibidos por los curas, confiscados por los sacristanes e intercambiados de mano en mano por damas ansiosas de conocer el pecado, al menos sobre el papel. Por ejemplo, mis tías, Tina y Genia, las señoritas Valderrama, que me criaron contra viento y marea, se turnaban para leer una obra pecaminosa, diabólica, torcida, ponzoñosa: Cumbres borrascosas (Wuthering Heights), de la señorita Emily Brontë.
Miss Emily nació en 1818 y murió en 1838 a sus 30 añitos, en los yermos de Yorkshire, al norte de Inglaterra. Fue la quinta hija de un clérigo metodista o baptista y de una ama de casa, de la misma creencia, supongo. Muy pronto, la familia de siete se redujo casi a la mitad por culpa de la falta de higiene (el agua que bebían estaba contaminada por las tumbas del cementerio de la parroquia del papá), el clima malsano (fríos y vientos para coagular el alma) y la desbocada tendencia de la comunidad a enfermarse de pulmonía y tuberculosis.
Para escapar a este inframundo, Emily y sus hermanas Anne y Charlotte se dedicaron a imaginar y crear mundos fabulosos con soldaditos de plomo. También hacían poemas y después, en una sabia decisión, derivaron hacia la escritura de novelas. Anne escribió Agnes Grey, las peripecias de una institutriz de familias de la nobleza. La novela de Charlotte fue Jane Eyre, narrada en primera persona, una autobiografía de ficción. Y Emily se craneó Cumbres borrascosas, ese libro corrompido que tanto gustaba a mis tías.
(Hago un paréntesis feminista. Las tres hermanitas tuvieron “la vaga impresión” de que, si firmaban los escritos con sus nombres verdaderos, “las autoras podían ser vistas con prejuicios” en una sociedad machista y fundamentalista. Entonces usaron seudónimos masculinos. Así, en vida, fueron los honorables señores Bell: Acton (Anne), Ellis (Emily) y Currer (Charlotte). Un truquillo que les permitió sobrevivir al canibalismo de los escritores de la época y que excitó la curiosidad y el morbo de los lectores. Cierro paréntesis).
Más que una novela, Cumbres borrascosas parece un nido de anzuelos. Las protagonistas son jovencitas bonitas y caprichosas. Los caballeros tienden a la estolidez, o sea, son personas faltas de razón y discurso. Los sirvientes, la entrañable Nelly y el odioso Joseph, son maltratados y humillados por damas y caballeros. Y el personaje central es un malo, un superbellaco, infame de infames, Heathcliff. Así como se lee, Heathcliff, nombre y apellido a la vez: un ególatra rencoroso, paranoide y solapado que les jode la vida a todos, incluida la propia, y sobre el que uno a cada párrafo se pregunta siempre lo mismo: ¿pero este homúnculo por qué es tan malvado? ¿Para qué lo quiere todo? ¿Quién lo pondrá en el lugar que de veras se merece? ¿Hasta cuándo nos lo vamos a aguantar?
Rabito: “Si es correcto o aconsejable crear cosas como Heathcliff, yo no lo sé: casi diría que no. Pero una cosa sí sé: el escritor que posee el don de la creatividad tiene algo que no siempre controla, algo que a veces, de un modo extraño, decide y obra por sí mismo”. Currer Bell (Charlotte Brontë), 1850.
Rabillo: Premio Nacional de Novela 2018 del Ministerio de Cultura para Ver lo que veo, de Roberto Burgos Cantor. ¡Eso es! Espléndida prosa literaria para una ciudad que sueña con ser libre: Cartagena de Indias.
Cuando yo era chiquito había libros clandestinos. Prohibidos por los curas, confiscados por los sacristanes e intercambiados de mano en mano por damas ansiosas de conocer el pecado, al menos sobre el papel. Por ejemplo, mis tías, Tina y Genia, las señoritas Valderrama, que me criaron contra viento y marea, se turnaban para leer una obra pecaminosa, diabólica, torcida, ponzoñosa: Cumbres borrascosas (Wuthering Heights), de la señorita Emily Brontë.
Miss Emily nació en 1818 y murió en 1838 a sus 30 añitos, en los yermos de Yorkshire, al norte de Inglaterra. Fue la quinta hija de un clérigo metodista o baptista y de una ama de casa, de la misma creencia, supongo. Muy pronto, la familia de siete se redujo casi a la mitad por culpa de la falta de higiene (el agua que bebían estaba contaminada por las tumbas del cementerio de la parroquia del papá), el clima malsano (fríos y vientos para coagular el alma) y la desbocada tendencia de la comunidad a enfermarse de pulmonía y tuberculosis.
Para escapar a este inframundo, Emily y sus hermanas Anne y Charlotte se dedicaron a imaginar y crear mundos fabulosos con soldaditos de plomo. También hacían poemas y después, en una sabia decisión, derivaron hacia la escritura de novelas. Anne escribió Agnes Grey, las peripecias de una institutriz de familias de la nobleza. La novela de Charlotte fue Jane Eyre, narrada en primera persona, una autobiografía de ficción. Y Emily se craneó Cumbres borrascosas, ese libro corrompido que tanto gustaba a mis tías.
(Hago un paréntesis feminista. Las tres hermanitas tuvieron “la vaga impresión” de que, si firmaban los escritos con sus nombres verdaderos, “las autoras podían ser vistas con prejuicios” en una sociedad machista y fundamentalista. Entonces usaron seudónimos masculinos. Así, en vida, fueron los honorables señores Bell: Acton (Anne), Ellis (Emily) y Currer (Charlotte). Un truquillo que les permitió sobrevivir al canibalismo de los escritores de la época y que excitó la curiosidad y el morbo de los lectores. Cierro paréntesis).
Más que una novela, Cumbres borrascosas parece un nido de anzuelos. Las protagonistas son jovencitas bonitas y caprichosas. Los caballeros tienden a la estolidez, o sea, son personas faltas de razón y discurso. Los sirvientes, la entrañable Nelly y el odioso Joseph, son maltratados y humillados por damas y caballeros. Y el personaje central es un malo, un superbellaco, infame de infames, Heathcliff. Así como se lee, Heathcliff, nombre y apellido a la vez: un ególatra rencoroso, paranoide y solapado que les jode la vida a todos, incluida la propia, y sobre el que uno a cada párrafo se pregunta siempre lo mismo: ¿pero este homúnculo por qué es tan malvado? ¿Para qué lo quiere todo? ¿Quién lo pondrá en el lugar que de veras se merece? ¿Hasta cuándo nos lo vamos a aguantar?
Rabito: “Si es correcto o aconsejable crear cosas como Heathcliff, yo no lo sé: casi diría que no. Pero una cosa sí sé: el escritor que posee el don de la creatividad tiene algo que no siempre controla, algo que a veces, de un modo extraño, decide y obra por sí mismo”. Currer Bell (Charlotte Brontë), 1850.
Rabillo: Premio Nacional de Novela 2018 del Ministerio de Cultura para Ver lo que veo, de Roberto Burgos Cantor. ¡Eso es! Espléndida prosa literaria para una ciudad que sueña con ser libre: Cartagena de Indias.