Hace unos años, mi amigo Mauricio García Villegas, autor de El país de las emociones tristes, ya por su décima edición, se ganó una beca y se fue a estudiar ciencias políticas a Bélgica en la universidad de Lovaina, si no estoy mal. Volvió a Medallo con un cargamento de revistas, atlas, libros y textos sobre un eventual conflicto atómico entre los Estados Unidos-OTAN y la Unión Soviética-Pacto de Varsovia, una conflagración que sería el fin del mundo: toda la Tierra en llamas, llagas, muertos por millones, ruinas por doquier, peor que el abominable Apocalipsis cristiano.
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Hace unos años, mi amigo Mauricio García Villegas, autor de El país de las emociones tristes, ya por su décima edición, se ganó una beca y se fue a estudiar ciencias políticas a Bélgica en la universidad de Lovaina, si no estoy mal. Volvió a Medallo con un cargamento de revistas, atlas, libros y textos sobre un eventual conflicto atómico entre los Estados Unidos-OTAN y la Unión Soviética-Pacto de Varsovia, una conflagración que sería el fin del mundo: toda la Tierra en llamas, llagas, muertos por millones, ruinas por doquier, peor que el abominable Apocalipsis cristiano.
Cientos de misiles balísticos intercontinentales (ICBM) apuntándose insomnes, listos a hacer el mayor daño posible al enemigo. Una guerra con semejante arsenal produciría una destrucción mutua asegurada, una MAD, Mutually Assured Destruction. Visualicen un par de alacranes dentro de una botella y captarán la gravedad del asunto.
Por tanto, hay que parar la carrera armamentista entre los dos bloques antagonistas, a menos que queramos la destrucción de nuestro planeta, repetía Mauricio, a quien quisiera oírlo en aquella Medellín embelesada por los abalorios del narcotráfico. Un día le echó la carreta a uno de sus abuelos, pequeño hacendado en el noroccidente de Caldas, católico, apostólico y romano, pero buena persona. Abu, le preguntó, en caso de guerra nuclear ¿usted qué haría? El cucho pensó un ratico, se encogió de hombros y, con cierta fatalidad, contestó: Ah, no, mijo, en caso de esa tal guerra, yo me voy pa’ la finca. ¡Puaf! El nieto se fue de espaldas como Condorito.
Ah, no, hermano, yo me voy pa’ la finca, aunque no tenga, le dije a Mauricio la semana pasada cuando hablamos sobre la victoria de Donald Trump sobre Kamala Harris. ¿Qué más hacer? Si la mayoría de los estadounidenses quieren a un canalla en la oficina oval de la Casa Blanca, pues allá ellos. A mi manera de ver, Trump ganó porque prometió lo que los gringos piden a gritos: ley y orden. Kamala Harris perdió básicamente por su wokeismo, el desenfrenado afán por lo políticamente correcto. ¡Diosas y dioses perdonen mi insolencia al criticar así a la virtuosa Kamala!
Wokeismo que enceguece también a los fundamentalistas nativos, ya ni siquiera obreros, independientes o revolucionarios. Para ellos, todos los políticos de derecha son iguales, sin “variedad de formas, de matices, de métodos de lucha”. “Turbay y Somoza son la misma cosa”, gritaban hacia 1979 para significar que el entonces presidente colombiano, liberal, reaccionario, acusado ene mil veces de corruptelas o trapisondas, era igual en el fondo al general Anastasio Somoza Debayle, dictador de Nicaragua, asesino brutal, the son of a bitch preferido de Estados Unidos, como si las diferencias de forma no afectaran la política, como si los matices no fueran importantes, muchas veces lo más importante. Para estos dogmáticos, Sergio Fajardo es igual a Luis Pérez (LuPe), Claudia López es igual a Enrique Peñalosa, Juan Manuel Santos es igual a Álvaro Uribe Vélez, Trump es igual a Kamala. ¡Sí, cómo no! Pero vaya que uno diga que Jorge Enrique Robledo y Gustavo Petro son iguales. Ahí sí no funciona la hipermetropía política. ¡Jajay, me río!
Rabito: “La política se parece más al álgebra que a la aritmética y todavía más a las matemáticas superiores que a las matemáticas elementales”. Vladimir Ilich Uliánov, Lenin. La enfermedad infantil del ‘izquierdismo’ en el comunismo. 1920.