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A Pablo Montoya le gusta meterse en líos. Hace tres años, Penguin Random House reeditó su novela La sed del ojo, recreación histórica de la tortuosa obscenidad del fotógrafo parisino Auguste Belloc a mediados del siglo XIX. Ilustrada con las fotos que sobrevivieron al olvido y a la incuria de la Policía francesa, el libro (escrito originalmente en 2004) escandalizó a rezanderos, mayordomos y filósofas de hacienda ganadera. Impúdicos primerísimos planos, retorcidas metáforas visuales, incitantes ficciones: un compendio del estilo de Pablo, demasiado escritor para este país, dicho acá en confianza.
Ahora aparece La sombra de Orión (Literatura Random House, febrero de 2021). Son 436 páginas de ira, desolación y muerte, fábula de un episodio sangriento, hórrido, brutal. Y, gracias a dioses y demonios, yagé de por medio, con promesas de perdón sin olvido. A mediados de octubre de 2002, el capataz Uribe ordenó un operativo militar en la comuna 13 de Medellín, un conglomerado de 19 barrios enclavados a punta de fuerza y fe en unas laderas al occidente de la ciudad. En la Operación Orión participaron tropas de Ejército, Policía y paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia contra milicianos de Farc, Eln y Comandos Armados del Pueblo. Hubo 80 civiles heridos, 17 homicidios cometidos por la Fuerza Pública, 71 personas asesinadas por los paramilitares, 12 personas torturadas, 92 desapariciones forzadas y 370 detenciones arbitrarias, según la Corporación Jurídica Libertad. Rotunda victoria de la seudo Seguridad Democrática. Incontables personas fueron asesinadas en las semanas siguientes y enterradas en fosas comunes en La Escombrera, el más tétrico mirador de Medellín.
Pablo acude a uno de sus personajes favoritos, Pedro Cadavid, narrador y protagonista de la hilarante La escuela de música (2018). Por una línea narrativa, avanza el relato su regreso a Medellín y el encuentro con la venturosa Alma Agudelo, historia de esperanza, de fin a principio. Otra vertiente, menos halagüeña, repasa los entresijos de bandas o combos, milicias, paramilitares y ausentes. De las nueve partes de la novela, todas estremecedoras, tres me descalabraron el espíritu, me arrimaron a los abismos del infierno y me enmudecieron por su rudeza.
Ovario de Jesús Serna, antiguo sicario, jorobado y en silla de ruedas, dedica la poca vida que le queda a hacer un mapa de muertos y desaparecidos. Escrupulosa hasta el mínimo detalle, la cartografía ocupa hojas y hojas de papel, escondidas de casa en casa. Es un mapa tan descomunal como la misma comuna, ocurrencia que recuerda el cuento de Borges Del rigor en la ciencia, sin la socarronería del cegato, eso no.
Un músico más o menos descarriado intenta registrar los ruidos bajo el suelo de La Escombrera. Con micrófonos y equipos de alta precisión, va organizando una sonoteca cuasi macabra: registros que no son voces: “sólo es un enjambre descomunal y aturde cuando se oye”.
Las vidas de los enterrados en esa inmensa fosa son narradas con lirismo, como el recuento de las mujeres violadas y asesinadas en Santa Teresa, trasunto de Ciudad Juárez en 2666, novela del infatigable Roberto Bolaño.
Ojalá hubiera sido capaz de hablar con humor o desfachatez sobre La sombra de Orión. Pero no: lo siento. Con esta novela Pablo Montoya le saca los hígados a Medellín: “se vomita a sí mismo”. Y sus lectores hacemos lo mismo.