Una máscara de oro muisca al volante de un camión Ford 56
Hagámonos un autorretrato, propone mi amiga Isabel Barragán, celular en ristre. Refunfuño por lo bajo. Como siempre, está preciosa, deliciosa o tierna. Abre su morral de cuero y saca La última máscara, de Marcos Roda, en editorial hammbre de cultura. Es un libro raro, bello, instintivo, trabajado con las entrañas, dice Isabel después de la selfie. Más de la mitad de sus páginas son fotos.
Fotos hechas con destreza, naturales, sin pretensiones de cambiar el mundo o reinventar la rueda, añade. Fotos de lugares a los que vos, Mejillón, jamás has ido y a los que probablemente nunca vas a ir: Suba, El Cocuy, Zipacón, San Miguel de Sema, Carmen de Carupa, Isnos, Sasaima, Casanare, Arauca, Vichada, Ubaté, Ráquira, el sagrado valle de Sibundoy, San Agustín... Momentico ahí, la interrumpo. Yo a San Agustín sí he ido... dos veces. ¡Guau!, se mofa la muy bribona.
Son fotografías de camiones de los años 50 del siglo pasado, motos, casas, hombres, mujeres, niños, perros, malocas, carreteras, llanuras, montañas. Se devuelve unas páginas. Hasta este salón de billares Bogotá, dice, y me muestra una imagen captada quizás a través de un lente de 24 mm y con una profundidad de campo tan cuidadosa que sin ningún esfuerzo se puede ver más de lo que se ve a simple vista, si me hago entender, dice Isabel. Fotos de tajante sencillez, espontáneas, artísticas, sin “la parodia del artista / que todo lo que brilla en este mundo / tan solo les da caspa y les da envidia”, según canta Fito Páez.
Marcos Roda es mi amigo invisible, digo cuando Isabel hace una pausa. Nos hemos visto una sola vez en esta vida, hace más de... ¡Chito, güevón!, me callo yo mismo: mi abuela mamá Julia y mis tías, las señoritas Tina y Genia Valderrama, mis criadoras, me enseñaron a no revelar la edad ni bajo torturas de amor. En esa época Marcos era un tipo pinta, serio, silencioso, ensimismado en la lectura de unos autores japoneses que yo no había oído mentar. De vez en cuando le pisteaba el culo a mi mujer con la discreción de un voyerista semiprofesional. Isabel dice: Tu otro amigo, Rubiano, el... ¿Roberto, el “negro” Rubiano? Sí, ese, dice que Marcos es un tipo sin oficio. ¿Cómo fue?, finjo que me aleteo. No sólo él: los tres somos gente sin oficio ni beneficio.
La segunda parte de La última máscara es una novela con dos líneas argumentales: el relato de la existencia del artista y la historia de una máscara de oro muisca con las peripecias de las personas imantadas por su mítico fluido. Marcos, dice Isabel, tiene un par de mentores: Roberto Bolaño y Lucien Freud. Vea, pues, digo. A mí, añade ella sin ton ni son, siempre me ha parecido que Lucien Freud es el doppelganger de Charles Bukowski. Ahora el que dice ¡guau! soy yo y sonrío con ganas, todo bien gracias a la maestría artística y literaria de Marcos Roda. ¡Mua!, exclama Isabel y le manda un pico invisible, como nuestra amistad.
Vademécum:
*doppelganger: “doble fantasmagórico o sosias* malvado de una persona viva”.
*sosias: Persona que tiene parecido con otra hasta el punto de poder ser confundida con ella.
Rabito: “Una foto mostraba a Lucien Freud de frente, mirando desde arriba a su víctima mientras la pintaba. La expresión de concentración, con los ojos muy abiertos y la boca fruncida, le impresionó porque parecía la de una enorme rata a punto de atacar o la de un matarife a punto de destazar un animal”. Marcos Roda. La máscara.
Hagámonos un autorretrato, propone mi amiga Isabel Barragán, celular en ristre. Refunfuño por lo bajo. Como siempre, está preciosa, deliciosa o tierna. Abre su morral de cuero y saca La última máscara, de Marcos Roda, en editorial hammbre de cultura. Es un libro raro, bello, instintivo, trabajado con las entrañas, dice Isabel después de la selfie. Más de la mitad de sus páginas son fotos.
Fotos hechas con destreza, naturales, sin pretensiones de cambiar el mundo o reinventar la rueda, añade. Fotos de lugares a los que vos, Mejillón, jamás has ido y a los que probablemente nunca vas a ir: Suba, El Cocuy, Zipacón, San Miguel de Sema, Carmen de Carupa, Isnos, Sasaima, Casanare, Arauca, Vichada, Ubaté, Ráquira, el sagrado valle de Sibundoy, San Agustín... Momentico ahí, la interrumpo. Yo a San Agustín sí he ido... dos veces. ¡Guau!, se mofa la muy bribona.
Son fotografías de camiones de los años 50 del siglo pasado, motos, casas, hombres, mujeres, niños, perros, malocas, carreteras, llanuras, montañas. Se devuelve unas páginas. Hasta este salón de billares Bogotá, dice, y me muestra una imagen captada quizás a través de un lente de 24 mm y con una profundidad de campo tan cuidadosa que sin ningún esfuerzo se puede ver más de lo que se ve a simple vista, si me hago entender, dice Isabel. Fotos de tajante sencillez, espontáneas, artísticas, sin “la parodia del artista / que todo lo que brilla en este mundo / tan solo les da caspa y les da envidia”, según canta Fito Páez.
Marcos Roda es mi amigo invisible, digo cuando Isabel hace una pausa. Nos hemos visto una sola vez en esta vida, hace más de... ¡Chito, güevón!, me callo yo mismo: mi abuela mamá Julia y mis tías, las señoritas Tina y Genia Valderrama, mis criadoras, me enseñaron a no revelar la edad ni bajo torturas de amor. En esa época Marcos era un tipo pinta, serio, silencioso, ensimismado en la lectura de unos autores japoneses que yo no había oído mentar. De vez en cuando le pisteaba el culo a mi mujer con la discreción de un voyerista semiprofesional. Isabel dice: Tu otro amigo, Rubiano, el... ¿Roberto, el “negro” Rubiano? Sí, ese, dice que Marcos es un tipo sin oficio. ¿Cómo fue?, finjo que me aleteo. No sólo él: los tres somos gente sin oficio ni beneficio.
La segunda parte de La última máscara es una novela con dos líneas argumentales: el relato de la existencia del artista y la historia de una máscara de oro muisca con las peripecias de las personas imantadas por su mítico fluido. Marcos, dice Isabel, tiene un par de mentores: Roberto Bolaño y Lucien Freud. Vea, pues, digo. A mí, añade ella sin ton ni son, siempre me ha parecido que Lucien Freud es el doppelganger de Charles Bukowski. Ahora el que dice ¡guau! soy yo y sonrío con ganas, todo bien gracias a la maestría artística y literaria de Marcos Roda. ¡Mua!, exclama Isabel y le manda un pico invisible, como nuestra amistad.
Vademécum:
*doppelganger: “doble fantasmagórico o sosias* malvado de una persona viva”.
*sosias: Persona que tiene parecido con otra hasta el punto de poder ser confundida con ella.
Rabito: “Una foto mostraba a Lucien Freud de frente, mirando desde arriba a su víctima mientras la pintaba. La expresión de concentración, con los ojos muy abiertos y la boca fruncida, le impresionó porque parecía la de una enorme rata a punto de atacar o la de un matarife a punto de destazar un animal”. Marcos Roda. La máscara.