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Era uno de los primeros días de calor en Nueva York. La inminencia de la llegada del verano dejaba ver el optimismo de una sociedad que, olvidada ya de las restricciones y los tapabocas, empezaba a acariciar cierta normalidad.
Un viaje de trabajo me había llevado a esa ciudad. Al desempacar la maleta, la pantalla de mi teléfono se prendió con la llamada entrante de un número desconocido. Al otro lado de la línea sonaba la voz de un viejo amigo: “Me enteré de que está aquí. Lo invito a almorzar”. Emprendimos la marcha en busca de un restaurante. No llevábamos ni cinco cuadras de recorrido cuando me percaté de que algo había cambiado en Manhattan. Ahora, para mi sorpresa, en las calles de Nueva York se sentía de manera casi ininterrumpida un fuerte olor a marihuana.
A mi amigo, acostumbrado ya a la nueva dinámica, la cosa le parecía normal. Pero a mí, que acababa de llegar de un país quebrado en el que el Gobierno ha hecho hasta lo imposible para atravesarse al desarrollo de la multimillonaria industria del cannabis, el fenómeno me generaba inmensa curiosidad. El cambio no solo se había plasmado en la ley. Se trataba, ante todo, de un cambio cultural en los neoyorquinos. A nadie en la calle parecía importarle que varios de los transeúntes se pasearan por ahí con un porro prendido entre los dedos.
Como al advertir semejante libertad en la metrópolis yo no salía de mi asombro, mi amigo se ofreció a darme un tour para hacerme entender que en esa ciudad prender un porro era ahora algo tan cotidiano como encender un cigarrillo. Fuimos a una tienda. Había marihuana en todas las formas y presentaciones: ositos de goma, vaporizadores, galletas, brownies, pastillas, porros y pomadas. El nivel de sofisticación era sorprendente. Cada producto tenía un empaque impecable y había tantas marcas y variedades como puede haberlas en una tienda de dulces.
En la esquina quedaba una estación inmensa de policía, repleta de camionetas oficiales. Mi amigo, muy tranquilo, se puso el porro en la boca y, simulando que no tenía encendedor, se dirigió a un agente para pedirle que se lo prendiera. El policía accedió como si se tratase de un tabaco cualquiera. Entonces ahí estaba yo, justo 50 años después de que Nixon declarara la guerra contra las drogas, caminando tranquilo por la ciudad más emblemática de los Estados Unidos con un compadre que disfrutaba del porro que le encendió un policía.
Esa noche dormí con rabia. No podía dejar de contrastar las realidades de los dos países: los gringos felices haciéndose millonarios produciendo y vendiendo marihuana; y nosotros quebrados, regando el campo con veneno y enterrando compatriotas que se tienen que morir porque para el Gobierno la droga es inmoral.
Ya va siendo hora de que el presidente y su partido maduren. No pueden seguir haciéndose los locos con la reglamentación que les permitiría a los colombianos exportar la flor seca. Llevan tres años en esto y es mucho lo que se ha perdido. Gracias a Iván Duque, que a veces parece gobernar para complacer a las tías moralistas, Colombia perdió la oportunidad de ser la potencia mundial del lucrativo negocio del cannabis. Sí que le ha salido caro el fanatismo irracional a nuestra economía…