Hace no mucho tiempo algún internauta, tal vez en un zoom de Los Danieles, le preguntó a Daniel Coronell si para él era frustrante ver que sus denuncias públicas no siempre llevaran a los implicados a responder ante los estrados judiciales. Daniel explicó amablemente la naturaleza de su oficio: “Los periodistas no somos la justicia. Nuestra labor es investigar para informar a la gente. Que la información que publicamos termine o no en una condena es un asunto que depende de los jueces, no de la prensa”.
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Hace no mucho tiempo algún internauta, tal vez en un zoom de Los Danieles, le preguntó a Daniel Coronell si para él era frustrante ver que sus denuncias públicas no siempre llevaran a los implicados a responder ante los estrados judiciales. Daniel explicó amablemente la naturaleza de su oficio: “Los periodistas no somos la justicia. Nuestra labor es investigar para informar a la gente. Que la información que publicamos termine o no en una condena es un asunto que depende de los jueces, no de la prensa”.
En un país como el nuestro, reinado por una Rama Judicial corrupta y clientelista, periodistas como Daniel están condenados a luchar en solitario. Aun cuando muchas veces los poderosos señalados hacen de las suyas para enterrar los procesos que los comprometen, los reporteros siguen ahí, investigando, leyendo expedientes, escarbando carpetas y desempolvando contratos, pues eligieron jugarse la vida para quitarles la máscara a quienes ostentan el poder.
Aunque es de admirar la entereza y la solidez emocional con la que los grandes periodistas abordan su trabajo, no puede echarse en saco roto la frustración que aquel lector le manifestó a Coronell. “En este país no pasa nada”, le decían a uno los papás siempre que un noticiero registraba un escándalo que, como todo en Colombia, se olvidaba en cuestión de días sin que nadie pusiera la cara.
En esta tierra hemos desarrollado ya, tal vez como única forma de llevar la vida, unos niveles insospechados de tolerancia ante los pícaros. No obstante que son muchos los casos indignantes que se nos vuelven parte del paisaje, hoy lo único que pretendo es hacer un llamado para que esta vez no nos pase lo mismo. Me refiero, por supuesto, a las revelaciones de prensa que comprometen al impresentable coodinador de fiscales delegados ante la Corte Suprema, Gabriel Jaimes, el tercer hombre más poderoso de la Fiscalía General de la Nación.
Gracias al trabajo juicioso de personas como Ramiro Bejarano, María Jimena Duzán, Cecilia Orozco y Daniel Coronell, todos en el país estábamos advertidos. Desde el momento en que el fiscal Barbosa rescató a Jaimes de un sótano para volverlo su mano derecha, no era difícil predecir lo que estaría por venir. Sabíamos de su pasado como alfil de Alejandro Ordóñez y de los muchos cuestionamientos que sobre su proceder profesional pesaban. Lo vimos llegar al cargo y ordenarles a sus fiscales que le informaran de todos los procesos, pasándose por la faja la independencia que debe operar en el ente acusador, para así amañar a su antojo el curso de la justicia.
Jaimes no trató de disimular su principal propósito: absolver, a como diera lugar, al exsenador Álvaro Uribe. Al sintonizar cualquiera de las audiencias, era fácil confundir a Jaimes con un abogado más de Álvaro Uribe. Todo lo anterior es inaudito. Ese señor jamás debió haber llegado al cargo que hoy ostenta. Sin embargo, las más recientes revelaciones hechas por Coronell y Orozco hacen insostenible la permanencia de Jaimes en la Fiscalía: los colombianos no tenemos por qué aceptar que un fiscal les ordene a sus subalternos que le entierren los procesos que lo comprometen. Eso, simplemente, no puede ser. Qué vergüenza de Fiscalía.