MIENTRAS QUE LA MAYORÍA DE LOS columnistas se ocupa del tema de la paz, pasan ante nuestros ojos cientos de casos de violencia que demuestran qué tan enferma está nuestra sociedad.
Tan sólo el viernes encontraron a dos pequeños bebés tirados en la basura, como si se tratara de escorias humanas. Eso no lo hacen ni los animales, que por su instinto maternal se hacen matar por sus crías. Es tal la pobreza y la desesperación de algunas jóvenes madres que prefieren botar a sus hijos antes que darlos en adopción.
Muchas veces he pensado que millones de colombianos, a pesar de decir que somos el país más feliz del mundo, viven en una total infelicidad. Como bien se lo he escuchado a mi pastor Andrés Corso en la iglesia El lugar de Su presencia, a la que acudo con gozo semanalmente, el problema radica en que dejamos que la mente nos controle, haciendo de las suyas.
Como personas, vivimos aferrados al pasado, a todo lo que nos ocurrió o que nos fue heredado por nuestros padres o abuelos. El pasado no perdona, dice la película. Que si el padre fue alcohólico, que si le pegaba a la mamá, que si siendo gay nunca nos atrevimos a decirlo por miedo a las represalias. En fin, sólo haga usted, amigo lector, el ejercicio de preguntarse: ¿cuáles son las cosas del pasado que me joden, que hacen ruido, que no me dejan vivir en paz?
Otra de las trastadas de nuestra mente son los temores que sentimos permanentemente. Temores a decir la verdad, a mostrarnos como realmente somos, a que sepan que somos infieles o metemos drogas, a que nos descubran robando en el trabajo, a que sepan que mi hijo es gay o mi hija drogadicta. Esos temores son los que hacen que, por ejemplo, un padre llegue a su casa y maltrate a su hijo por ser homosexual, que lo levante a trompadas por marica, sabiendo posiblemente que él tiene moza y hace sufrir y entristecer a su mujer y a sus otros hijos menores. Esos temores son los mismos que hacen que algunas veces nuestros padres se quejen de todo, lleguen a la casa haciendo mala cara, enrareciendo el ambiente e, inclusive, que se inventen enfermedades para hacernos sentir mal. Pregúntese usted, ¿cuáles son sus temores y cómo estos afectan a la gente que lo ama y rodea?
Y, por último, las especulaciones, la pensadera, las premoniciones que casi nunca pasan. Que me voy a enfermar, que mis hijos no van a ser exitosos, que nos van a botar del puesto, que seguro la patología confirma ese cáncer imaginario, que mi señora me pone los cuernos, que ese carro que compraré será una porquería. Un estudio de psicólogos cristianos en EE.UU. demostró que el 99% de esas especulaciones no resultan ciertas, pero logran jodernos la vida a tal punto que maldecimos por todo.
Tal vez todo esto explica las razones por las cuales Colombia es un país de enfermos, enfermos del alma que por andar atrapados en su pasado, temores y especulaciones se han olvidado de algo que produce gozo: dejar entrar a Dios a nuestras vidas.
MIENTRAS QUE LA MAYORÍA DE LOS columnistas se ocupa del tema de la paz, pasan ante nuestros ojos cientos de casos de violencia que demuestran qué tan enferma está nuestra sociedad.
Tan sólo el viernes encontraron a dos pequeños bebés tirados en la basura, como si se tratara de escorias humanas. Eso no lo hacen ni los animales, que por su instinto maternal se hacen matar por sus crías. Es tal la pobreza y la desesperación de algunas jóvenes madres que prefieren botar a sus hijos antes que darlos en adopción.
Muchas veces he pensado que millones de colombianos, a pesar de decir que somos el país más feliz del mundo, viven en una total infelicidad. Como bien se lo he escuchado a mi pastor Andrés Corso en la iglesia El lugar de Su presencia, a la que acudo con gozo semanalmente, el problema radica en que dejamos que la mente nos controle, haciendo de las suyas.
Como personas, vivimos aferrados al pasado, a todo lo que nos ocurrió o que nos fue heredado por nuestros padres o abuelos. El pasado no perdona, dice la película. Que si el padre fue alcohólico, que si le pegaba a la mamá, que si siendo gay nunca nos atrevimos a decirlo por miedo a las represalias. En fin, sólo haga usted, amigo lector, el ejercicio de preguntarse: ¿cuáles son las cosas del pasado que me joden, que hacen ruido, que no me dejan vivir en paz?
Otra de las trastadas de nuestra mente son los temores que sentimos permanentemente. Temores a decir la verdad, a mostrarnos como realmente somos, a que sepan que somos infieles o metemos drogas, a que nos descubran robando en el trabajo, a que sepan que mi hijo es gay o mi hija drogadicta. Esos temores son los que hacen que, por ejemplo, un padre llegue a su casa y maltrate a su hijo por ser homosexual, que lo levante a trompadas por marica, sabiendo posiblemente que él tiene moza y hace sufrir y entristecer a su mujer y a sus otros hijos menores. Esos temores son los mismos que hacen que algunas veces nuestros padres se quejen de todo, lleguen a la casa haciendo mala cara, enrareciendo el ambiente e, inclusive, que se inventen enfermedades para hacernos sentir mal. Pregúntese usted, ¿cuáles son sus temores y cómo estos afectan a la gente que lo ama y rodea?
Y, por último, las especulaciones, la pensadera, las premoniciones que casi nunca pasan. Que me voy a enfermar, que mis hijos no van a ser exitosos, que nos van a botar del puesto, que seguro la patología confirma ese cáncer imaginario, que mi señora me pone los cuernos, que ese carro que compraré será una porquería. Un estudio de psicólogos cristianos en EE.UU. demostró que el 99% de esas especulaciones no resultan ciertas, pero logran jodernos la vida a tal punto que maldecimos por todo.
Tal vez todo esto explica las razones por las cuales Colombia es un país de enfermos, enfermos del alma que por andar atrapados en su pasado, temores y especulaciones se han olvidado de algo que produce gozo: dejar entrar a Dios a nuestras vidas.