Según las cifras suministradas por la Superintendencia de Notariado y Registro, en 2020 hubo más de 16.000 divorcios. Asimismo, informó que en el primer trimestre de este año se han divorciado 5.949 parejas.
Estos no son unos números fríos y aislados; denotan, ante todo, lo difícil que resulta mantener por toda la vida un matrimonio que arranca con una espeluznante mentira, que muchos nos creímos cuando acometimos ese acto demencial de contraer nupcias: hasta que la muerte los separe.
Durante mi vida he contraído dos matrimonios. Uno con Juanita Castro, que duró diez años, y otro con César Castro, por ocho años, aun cuando la relación fue más larga. En ambos se cometieron todas las charreras posibles: fiestas pomposas, invitaciones elegantes, los correspondientes brindis y la falsa promesa de amarse eternamente. ¡Me avergüenza todo eso!
No podría hablar mal de quienes fueron mis parejas, porque en el lapso que ha transcurrido desde cuando estaba casado hasta hoy he entendido que el tiempo no arregla ni daña las cosas, simplemente las pone en orden.
Entiendo que lo fácil sería echarles la culpa del “fracaso” a quienes fueron mis cónyuges, pero estaría cometiendo un acto de deshonestidad y arrogancia de mi parte. Sin duda alguna, el artífice de esos deliberados divorcios fui yo. Ambos fueron por diferentes razones.
No tengo infernales recuerdos que me torturen y, por el contrario, hoy asumo (pensando en mis excónyuges) que haber estado casado con una persona inestable, neurótica, impaciente y con trastorno obsesivo compulsivo como yo debió ser una tortura.
Nadie sabe con quién está casado sino hasta que se separa. Y eso aplica para las dos personas que frente a los temas económicos sacan lo peor de cada uno. El desgaste de un divorcio es tal vez una de las experiencias más fastidiosas por las que uno puede pasar en esa etapa que llaman la adultez.
El matrimonio es contra natura, así la Iglesia se empeñe en sostener lo contrario. Nada dura para siempre y la vida en pareja no es una excepción. Recuerdo que mi abuela Bertha Puga, quien estuvo casada con el abuelo por 59 años (hasta que falleció el viejo), decía: “Matrimonio y mortaja del cielo bajan”. Y eso que jamás los vimos discutiendo o peleando. La vieja decía que las parejas tenían luna de mierda (mal llamada luna de miel).
Si usted está pensando en casarse, recapacite antes de cometer ese acto de insensatez. Le aseguro a usted, amable lector, que se arrepentirá menos por no casarse que por haberlo hecho.
Oscar Wilde solía hablar en contra del matrimonio y tuvo frases memorables contra este, pero tal vez con la que más me identifico es con esta: “El encanto del matrimonio es que provoca el desencanto necesario por las dos partes”.
Notícula. Murió esta semana el gran Alí Humar. Tuve el privilegio de estar cerca de él, de su adorable esposa, Guiomar, y de sus hijos Fabio y Valentina, a quienes les envío un abrazo solidario. Adiós, querido Alí, harás mucha falta.
Según las cifras suministradas por la Superintendencia de Notariado y Registro, en 2020 hubo más de 16.000 divorcios. Asimismo, informó que en el primer trimestre de este año se han divorciado 5.949 parejas.
Estos no son unos números fríos y aislados; denotan, ante todo, lo difícil que resulta mantener por toda la vida un matrimonio que arranca con una espeluznante mentira, que muchos nos creímos cuando acometimos ese acto demencial de contraer nupcias: hasta que la muerte los separe.
Durante mi vida he contraído dos matrimonios. Uno con Juanita Castro, que duró diez años, y otro con César Castro, por ocho años, aun cuando la relación fue más larga. En ambos se cometieron todas las charreras posibles: fiestas pomposas, invitaciones elegantes, los correspondientes brindis y la falsa promesa de amarse eternamente. ¡Me avergüenza todo eso!
No podría hablar mal de quienes fueron mis parejas, porque en el lapso que ha transcurrido desde cuando estaba casado hasta hoy he entendido que el tiempo no arregla ni daña las cosas, simplemente las pone en orden.
Entiendo que lo fácil sería echarles la culpa del “fracaso” a quienes fueron mis cónyuges, pero estaría cometiendo un acto de deshonestidad y arrogancia de mi parte. Sin duda alguna, el artífice de esos deliberados divorcios fui yo. Ambos fueron por diferentes razones.
No tengo infernales recuerdos que me torturen y, por el contrario, hoy asumo (pensando en mis excónyuges) que haber estado casado con una persona inestable, neurótica, impaciente y con trastorno obsesivo compulsivo como yo debió ser una tortura.
Nadie sabe con quién está casado sino hasta que se separa. Y eso aplica para las dos personas que frente a los temas económicos sacan lo peor de cada uno. El desgaste de un divorcio es tal vez una de las experiencias más fastidiosas por las que uno puede pasar en esa etapa que llaman la adultez.
El matrimonio es contra natura, así la Iglesia se empeñe en sostener lo contrario. Nada dura para siempre y la vida en pareja no es una excepción. Recuerdo que mi abuela Bertha Puga, quien estuvo casada con el abuelo por 59 años (hasta que falleció el viejo), decía: “Matrimonio y mortaja del cielo bajan”. Y eso que jamás los vimos discutiendo o peleando. La vieja decía que las parejas tenían luna de mierda (mal llamada luna de miel).
Si usted está pensando en casarse, recapacite antes de cometer ese acto de insensatez. Le aseguro a usted, amable lector, que se arrepentirá menos por no casarse que por haberlo hecho.
Oscar Wilde solía hablar en contra del matrimonio y tuvo frases memorables contra este, pero tal vez con la que más me identifico es con esta: “El encanto del matrimonio es que provoca el desencanto necesario por las dos partes”.
Notícula. Murió esta semana el gran Alí Humar. Tuve el privilegio de estar cerca de él, de su adorable esposa, Guiomar, y de sus hijos Fabio y Valentina, a quienes les envío un abrazo solidario. Adiós, querido Alí, harás mucha falta.