A mí la vida, la historia, la permanente evolución, “me dieron el mar y sus orillas”, como cantaba Piero, pero los muy humanos, los convenientes y algunos negociantes me dieron, me contaminaron con la idea de las urgencias, y he terminado por vivir y por pensar con urgencia, sin saber muy bien cuál es la urgencia de cada día, de cada minuto, ni si es urgente esto o aquello. Cuando me detengo, cuando respiro, trato de escudriñar entre viejos y muy viejos recuerdos cuál fue el origen de mis urgencias, y difusos, entrecortados, aparecen los días del colegio, el timbre para entrar a clase, el sonido de un reloj, su alarma, las campanadas de la misa de doce o de seis y las palabras aceleradas, urgentes, de algún adulto ordenándome que me apurara, que se iba el bus o que ya iban a cerrar la puerta.
Cada timbrazo, cada campanada y cada instrucción me fueron llevando a una disciplina, a un orden, e inconscientemente, a la sensación de urgencia. El orden era una urgencia, y vivir, o para vivir, indefectiblemente, era urgente hacer parte de un orden. Desde aquellos tiempos ya tan pretéritos hasta hoy, la urgencia por llegar o por salir, por estar, por marcar tarjeta o por terminar un trabajo, por conseguirlo, por comenzarlo, fue paulatinamente creciendo, y por andar de urgencia en urgencia me fui quedando por fuera del tiempo, aunque suene algo contradictorio, porque el tiempo iba a su eterno ritmo, pero yo no lo comprendí. Quise, traté de que fuera más veloz tragándome metros y kilómetros caminando y corriendo a toda prisa para captar más y más, cuando en el fondo lo que hacía era llenarme de prisas, de humo, sin comprender nada.
Y menos que nada, al tiempo. Por las urgencias dejé de detallar los insectos que caminaban por los troncos de los árboles en los parques, con sus múltiples formas y colores, y por las urgencias olvidé mi primer beso y el nombre de la mujer que hizo parte de ese beso, pues seguro estaba pensando en el siguiente y en el de más allá. Por las urgencias me subí en decenas de trenes y buses, e incluso de aviones, para llegar a alguna parte, y mientras miraba el reloj y hacía cuentas con los minutos que faltaban y que habían transcurrido, ignoré los valles y los ríos y las montañas y las nubes que iban apareciendo en el camino. Por las urgencias y exhausto de tanta carrera, caí en las trampas de comprar lo que estuviera de moda para que pasara esa moda rápido y tuviera que comprar el siguiente modelo de lo que fuera.
Por las urgencias viví y maté el tiempo, sí, pero inmerso en ellas no me di cuenta de que era el tiempo el que me iba a matar a mí.
A mí la vida, la historia, la permanente evolución, “me dieron el mar y sus orillas”, como cantaba Piero, pero los muy humanos, los convenientes y algunos negociantes me dieron, me contaminaron con la idea de las urgencias, y he terminado por vivir y por pensar con urgencia, sin saber muy bien cuál es la urgencia de cada día, de cada minuto, ni si es urgente esto o aquello. Cuando me detengo, cuando respiro, trato de escudriñar entre viejos y muy viejos recuerdos cuál fue el origen de mis urgencias, y difusos, entrecortados, aparecen los días del colegio, el timbre para entrar a clase, el sonido de un reloj, su alarma, las campanadas de la misa de doce o de seis y las palabras aceleradas, urgentes, de algún adulto ordenándome que me apurara, que se iba el bus o que ya iban a cerrar la puerta.
Cada timbrazo, cada campanada y cada instrucción me fueron llevando a una disciplina, a un orden, e inconscientemente, a la sensación de urgencia. El orden era una urgencia, y vivir, o para vivir, indefectiblemente, era urgente hacer parte de un orden. Desde aquellos tiempos ya tan pretéritos hasta hoy, la urgencia por llegar o por salir, por estar, por marcar tarjeta o por terminar un trabajo, por conseguirlo, por comenzarlo, fue paulatinamente creciendo, y por andar de urgencia en urgencia me fui quedando por fuera del tiempo, aunque suene algo contradictorio, porque el tiempo iba a su eterno ritmo, pero yo no lo comprendí. Quise, traté de que fuera más veloz tragándome metros y kilómetros caminando y corriendo a toda prisa para captar más y más, cuando en el fondo lo que hacía era llenarme de prisas, de humo, sin comprender nada.
Y menos que nada, al tiempo. Por las urgencias dejé de detallar los insectos que caminaban por los troncos de los árboles en los parques, con sus múltiples formas y colores, y por las urgencias olvidé mi primer beso y el nombre de la mujer que hizo parte de ese beso, pues seguro estaba pensando en el siguiente y en el de más allá. Por las urgencias me subí en decenas de trenes y buses, e incluso de aviones, para llegar a alguna parte, y mientras miraba el reloj y hacía cuentas con los minutos que faltaban y que habían transcurrido, ignoré los valles y los ríos y las montañas y las nubes que iban apareciendo en el camino. Por las urgencias y exhausto de tanta carrera, caí en las trampas de comprar lo que estuviera de moda para que pasara esa moda rápido y tuviera que comprar el siguiente modelo de lo que fuera.
Por las urgencias viví y maté el tiempo, sí, pero inmerso en ellas no me di cuenta de que era el tiempo el que me iba a matar a mí.