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Para que quedara por escrito en algún papel al viento o en un perdido diario, alguna vez me tomé de las manos en la escalerilla de un tren con una mujer a la que jamás volví a ver, y vi pasar con ella las nubes, y dibujamos perros, gatos, copos de nieve y dragones en esas nubes, y de las manos pasamos a algún beso mientras el tren subía por una larga y empinada cuesta y bramaba, exhalaba carbón, como si aquella cuesta fuera el final del último de sus viajes, y también, para que quedara escrito, dos o tres horas más tarde y en una de las mil paradas de aquellos trenes, me levanté sin decirle nada y me perdí entre la gente que subía y bajaba, tarareando una canción de Serrat que decía “es hermosos partir sin decir adiós, serena la mirada, firme la voz”.
Para que quedara escrito, y por lo que quedara escrito, una y mil veces fui un personaje de papel, siempre pasado de moda, de andar cansino y de pocas palabras, y casi siempre, de mirar el mundo como si no lo entendiera, porque en realidad jamás lo logré entender. Por momentos actué solo para que una historia fuera más creíble, o más como la había imaginado, pues a fin de cuentas, lo importante era la obra. Más de una vez salí a caminar de madrugada bajo tenues lluvias, con un cigarrillo prendido en los labios y un largo y viejo abrigo, para poder escribir algún día que de madrugada había descubierto que el ideal del amor era el amor imposible, y más de una vez aplacé mi poema perfecto con la excusa de que me hacían falta más calles y más madrugadas, y sobre todo, más tenues lluvias.
Fui el ensayo de cientos de textos, fui la sombra de esos textos, un poco de realidad, y otro poco de fantasía. En ocasiones me excusé en que me faltaba vida para escribir, y que por eso no escribía, y dos minutos más tarde, me justificaba por una salida de tono, un gesto intempestivo, porque ese acto era parte de una escena que necesitaba para un relato. Un día corría detrás de la vida, intentando alcanzarla para después plasmarla en mis arrugados papelitos, y al otro, la vida y su gente me perseguían para decirme, para gritarme que ahí estaban, que las tomara y les diera forma, pero yo ni me daba por enterado, pues en el fondo, jamás me creí capaz de darle forma a nada, a menos de que fueran las formas de gatos y dinosaurios de las nubes que vi en la escalerilla de un tren tantos años atrás.