El amargo robo del pseudónimo “Mark Twain”
Fernando Araújo Vélez
Un día cualquiera de su adolescencia, por allá en los años de mil ochocientos cuarenta y tantos, y luego de varias noches de insomnio con sus dudas y sueños, Mark Twain se largó de su casa, como si fuera el protagonista de alguna de las novelas que años más tarde escribiría. Según las notas de Amando Lázaro Ros a las novelas y ensayos de Twain, se juró no regresar hasta que lograra ser piloto de algunos de los vapores que subían y bajaban por el río Mississippi. Quería ir hasta el Amazonas. Explorar sus turbulencias, su inmensidad, como se las habían descrito. Deseaba ver sus animales, saber de la gente que vivía en sus orillas y hablar con los pescadores y sus mujeres. Quería vivir. Sin embargo, ninguno de los capitanes de los barcos en los que se presentó lo admitió. Se resignó a trabajar unos meses como cajista de imprenta, el único oficio que sabía hacer por aquellos tiempos. Meses más tarde, luego de tanto perseverar, consiguió un puesto como aprendiz de piloto.
Yendo y volviendo por las aguas del Mississippi y por sus puertos, conversando con sus compañeros, aprendió sobre el río, sus peligros, y comprendió que muchas veces la vida dependía de cualquier nimio detalle que hubiera sido ignorado. Decidió afinar su sentido de la observación. Tomar apuntes y observar, observar y pensar, pensar y volver a profundizar en sus observaciones, concentrarse cada día más, y de alguna manera, volverse paranoico. Ser consciente de los detalles, e incluso disfrutar de que la vida con sus pequeños y grandes asuntos lo persiguiera y escribir sobre sus apuntes lo que veía y lo que imaginaba. Tal vez riéndose de su paranoia encontró y trabajó aquel sentido del humor que desplegó en sus textos y en las cientos de presentaciones teatrales que lo volvieron uno de los comediantes más requeridos por el público en Estados Unidos e Inglaterra.
“Lo que uno ha vivido lo puede escribir, y a fuerza de duro trabajo y de auténtico aprendizaje, llega a escribirlo bien”, diría pasado mucho tiempo. “Tom Sawyer” era en parte su vida, y “La edad dorada”, “El calabaza Wilson y Huckleberry Finn” y “Pasando fatigas”. Sobre el Mississippi creció, se hizo fuerte y sufrió la muerte de su hermano Enrique, y por los personajes del río conoció lo humano y a un capitán de barco de apellido Sellers que firmaba sus notas meteorológicas en el diario “Picanuye” como Mark Twain, pues aquella era una voz de los navegantes que significaba “marca-dos”, y que repetían a los gritos para avisar que hacia abajo había dos brazas de profundidad. En su primer texto, publicado en el “True Delta”, de Nueva Orleáns, Twain, que entonces se llamaba Samuel Langhorne Clemens, hizo una pequeña burla de las notaciones del capitán Sellers y le robó el pseudónimo.
Décadas más tarde, admitió que se había equivocado. Que le había causado profundas amarguras a un hombre grande, íntegro, que por su burla no había vuelto a escribir. Entonces confesó que por aquellos tiempos ignoraba “que no hay dolor comparable al que experimenta un particular cuando se ve por primera vez llevado a la picota en letras de molde”.
Un día cualquiera de su adolescencia, por allá en los años de mil ochocientos cuarenta y tantos, y luego de varias noches de insomnio con sus dudas y sueños, Mark Twain se largó de su casa, como si fuera el protagonista de alguna de las novelas que años más tarde escribiría. Según las notas de Amando Lázaro Ros a las novelas y ensayos de Twain, se juró no regresar hasta que lograra ser piloto de algunos de los vapores que subían y bajaban por el río Mississippi. Quería ir hasta el Amazonas. Explorar sus turbulencias, su inmensidad, como se las habían descrito. Deseaba ver sus animales, saber de la gente que vivía en sus orillas y hablar con los pescadores y sus mujeres. Quería vivir. Sin embargo, ninguno de los capitanes de los barcos en los que se presentó lo admitió. Se resignó a trabajar unos meses como cajista de imprenta, el único oficio que sabía hacer por aquellos tiempos. Meses más tarde, luego de tanto perseverar, consiguió un puesto como aprendiz de piloto.
Yendo y volviendo por las aguas del Mississippi y por sus puertos, conversando con sus compañeros, aprendió sobre el río, sus peligros, y comprendió que muchas veces la vida dependía de cualquier nimio detalle que hubiera sido ignorado. Decidió afinar su sentido de la observación. Tomar apuntes y observar, observar y pensar, pensar y volver a profundizar en sus observaciones, concentrarse cada día más, y de alguna manera, volverse paranoico. Ser consciente de los detalles, e incluso disfrutar de que la vida con sus pequeños y grandes asuntos lo persiguiera y escribir sobre sus apuntes lo que veía y lo que imaginaba. Tal vez riéndose de su paranoia encontró y trabajó aquel sentido del humor que desplegó en sus textos y en las cientos de presentaciones teatrales que lo volvieron uno de los comediantes más requeridos por el público en Estados Unidos e Inglaterra.
“Lo que uno ha vivido lo puede escribir, y a fuerza de duro trabajo y de auténtico aprendizaje, llega a escribirlo bien”, diría pasado mucho tiempo. “Tom Sawyer” era en parte su vida, y “La edad dorada”, “El calabaza Wilson y Huckleberry Finn” y “Pasando fatigas”. Sobre el Mississippi creció, se hizo fuerte y sufrió la muerte de su hermano Enrique, y por los personajes del río conoció lo humano y a un capitán de barco de apellido Sellers que firmaba sus notas meteorológicas en el diario “Picanuye” como Mark Twain, pues aquella era una voz de los navegantes que significaba “marca-dos”, y que repetían a los gritos para avisar que hacia abajo había dos brazas de profundidad. En su primer texto, publicado en el “True Delta”, de Nueva Orleáns, Twain, que entonces se llamaba Samuel Langhorne Clemens, hizo una pequeña burla de las notaciones del capitán Sellers y le robó el pseudónimo.
Décadas más tarde, admitió que se había equivocado. Que le había causado profundas amarguras a un hombre grande, íntegro, que por su burla no había vuelto a escribir. Entonces confesó que por aquellos tiempos ignoraba “que no hay dolor comparable al que experimenta un particular cuando se ve por primera vez llevado a la picota en letras de molde”.