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Pero la magia, la magia fue simplemente encender unas velas y a la luz de esas velas sentir que el mundo se detenía, y escuchar las voces de la gente que pasaba, sus susurros, y el ruido de los motores de uno que otro carro a lo lejos, y el trinar de los pájaros, los ladridos de los perros, e incluso, el quejumbroso maullido de algún gato extraviado. Fue oír el fino ruido de un lápiz sobre una hoja, y presenciar el milagro de que esa hoja en blanco se iba llenando de letras y de palabras que quedarían como un testimonio de ese instante de velas encendidas. La magia fue retroceder hasta el tiempo del telégrafo, por ejemplo, e imaginar al telegrafista de un perdido pueblo, con su visera y su delantal, atiborrado con los secretos de su pueblo, jurándose noche tras noche que jamás los iría a develar, ocurriera lo que ocurriera.
La magia fue pasar del telegrafista a un cartero, con su maleta cargada de historias, de noticias, de teamos, y de rupturas, de cuentas por cobrar y de secretos y pecados. Fue tararear “Y todo a media luz, a media luz los dos”, y evocar a Gardel y las vitrolas, y a las agujas sobre los discos y las pausas que se abrían entre canción y canción, aquellas diminutas y profundas pausas en las que uno sentía que en menos de un segundo y por una canción, iba a vivir lo que era la vida. La magia fue sentir “que es un soplo la vida, que veinte años no es nada”, y encender otras velas y usar unas botellas de cerveza como candelabros y volver a aquellos tiempos de las mesas de las tiendas con vela y las discusiones sobre el país y el futuro, que nunca fueron los que uno soñaba, y los juramentos de no dejar de luchar jamás por el otro, con el otro y para el otro.
La magia fue leer a la luz de las velas a Tolstói, a Balzac o a Oscar Wilde, y buscar en viejas enciclopedias los retratos de ellos escribiendo y leyendo a la luz de otras velas. Y fue jugar a ser ellos o algunos de sus personajes, aunque fuera imposible, y fue también jugar a los dados y los naipes. Inventar a tres o cuatro rivales y caer vencido por una escalera en flor, y pensar, seguir pensando una vez y eternamente en la infinita dignidad de la derrota, como dicen que dijo Borges. La magia fue recitar en voz muy alta aquellos versos de León Felipe cantados por Joan Manuel Serrat que decían “hazme un sitio en tu montura, caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura, que yo también voy cargado de amargura”.