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La semana pasada comencé a robarles una hora a los frenéticos días de estos tiempos, y me perdí y rescaté viejos recuerdos de algunas revistas, de libros y discos que me parecieron salidos de un muy lejano más allá. Volví a Nietzsche, “Yo ya no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra”, a sus bofetones y sus valores y a su imagen eternamente delirante. A Dostoievski, cuando le comentaba a su hermano que tenía un proyecto, “volverse loco”, y a Saramago, cuando decía como al pasar que todos queríamos estar siempre del otro lado del puente, pues en últimas solo éramos cuentos de cuentos contando cuentos, nada. Retorné a Silvio Rodríguez: “Lo más terrible se aprende enseguida y lo hermoso nos cuesta la vida”, y con él me pregunté de nuevo adónde iban las palabras que no se dijeron.
Regresé a Serrat: “Si alguna vez amé, si algún día después de amar amé, fue por tu amor Lucía”, y me dejé llevar por el ritmo de Tite Curet Alonso y sus lapidarias frases: “Tu amor es un periódico de ayer”. Me quedé unos minutos evocando amores y periódicos viejos, con sus viejos textos, renuentes a ser olvidados y a ser simplemente un ayer. Me volví a preguntar de dónde eran los cantantes, y volví a comprender que eran de la loma y del valle, de La Habana y de Santiago, de las montañas más altas y de las playas más blancas y de todos los lugares del mundo y de ninguno en especial, y que si se callaban los cantores, callaba la vida, y del silencio de la vida llegué a Violeta Parra y le agradecí a la vida por tantas pequeñas inmensas cosas y canté: “Gracias a la vida, que me ha dado tanto”.
De repente me sentí como un fantasma, tirado en el piso, rodeado por decenas de revistas desperdigadas a mi alrededor, y fui buscando entre las páginas de amarillentos gráficos, artículos perdidos en el tiempo, y me vi y me escuché leyendo en voz alta uno de Oswaldo Ardizzone en el que hablaba de René Houseman y de Oreste Corbatta, espíritus del fútbol de otras épocas, o los orígenes de la gambeta, como me dijo luego un compañero. “No, que en esto no hay leyes de las que se escriben”, decía Ardizzone. Y escribía. “No, que en todo esto no mandan los valores del pedigree ni las influencias del árbol de los abuelos, aunque investigues hasta las profundidades de séptima generación. Que en todo esto no valen los designios de Capricornio, ni de Sagitario, ni de Cáncer, ni que una gitana te adivine el destino mirándote las líneas de la mano. Que en esto no hay cursos, ni tratados, ni bibliotecas, ni maestros…”.