El día que Fiódor Dostoievski fue condenado a muerte
Fernando Araújo Vélez
Él, Fiódor Dostoievski, como casi todos los presidiarios que habían sido enviados a Siberia a realizar trabajos forzados por distintos delitos, pensaban que todo aquello que hacían era de una “inutilidad perfecta”, como lo calificó en “El sepulcro de los vivos”. Por sus trabajos sin sentido, por sus vidas sin propósitos, Dostoievski los observó, los analizó y los describió en sus cuadernos de notas durante todos los días de los cinco años que estuvo con ellos en una “convivencia forzada” que transformó aquel estado de nada en un estado de nada infernal. A algunos de ellos, con pequeñas o medianas variaciones, los convirtió tiempo después en personajes de “Los Hermanos Karamazov”, de “Crimen y castigo” o de “Los demonios”.
Aquellos hombres a quienes él dudaba en llamar hombres habían perdido, entre tantos otros sentidos, el de la redención, pero eso ya no les importaba. Ni siquiera eran conscientes de ello. Vivían por costumbre, insultaban por costumbre, comían por costumbre y se odiaban también por costumbre. Cuando Dostoievski cumplió con su sentencia, le escribió a su hermano: “Después de todo, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. Él la había visto, padecido, escudriñado, y se había tenido que arrepentir de sus palabras, pues antes de que se lo llevaran a Siberia consideraba que todos los seres humanos eran dignos de una redención.
En el sepulcro de los vivos comprendió que la condición humana podía ser de una insensibilidad y perversión sin límites. Cuando le quitaron las cadenas y volvió a la libertad dijo que había resucitado “de entre los muertos”. Dostoievski había sido acusado de traición y fue condenado a la pena capital el 23 de abril de 1849 por haber leído ante sus compañeros del “Círculo Petrashevski” el libro de cartas que el ensayista Grigórievich Belinski le escribió a Nikolái Gogol donde cuestionaba el sistema social ruso y la iglesia, y criticaba la idea de que su cultura proviniera únicamente de Occidente, como lo afirmaba el zar, Nicolás I. Según Henry Troyat, uno de sus biógrafos, antes de pararse frente al pelotón de fusilamiento de la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, Dostoievski le comentó a uno de sus compañeros de pena: “se me acaba de ocurrir un cuento”.
Minutos más tarde llegó un carruaje de la gendarmería oficial y un alto jerarca se bajó de él con una carta repleta de sellos y la orden del zar de que se suspendiera la ejecución. La pena fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en Omsk, Siberia. El nombre del reo Fiódor Mijáilovich Dostoievski era uno más entre los de decenas de presos que tendrían que convivir por meses y años con sus días y sus noches en la casa de los muertos.
Él, Fiódor Dostoievski, como casi todos los presidiarios que habían sido enviados a Siberia a realizar trabajos forzados por distintos delitos, pensaban que todo aquello que hacían era de una “inutilidad perfecta”, como lo calificó en “El sepulcro de los vivos”. Por sus trabajos sin sentido, por sus vidas sin propósitos, Dostoievski los observó, los analizó y los describió en sus cuadernos de notas durante todos los días de los cinco años que estuvo con ellos en una “convivencia forzada” que transformó aquel estado de nada en un estado de nada infernal. A algunos de ellos, con pequeñas o medianas variaciones, los convirtió tiempo después en personajes de “Los Hermanos Karamazov”, de “Crimen y castigo” o de “Los demonios”.
Aquellos hombres a quienes él dudaba en llamar hombres habían perdido, entre tantos otros sentidos, el de la redención, pero eso ya no les importaba. Ni siquiera eran conscientes de ello. Vivían por costumbre, insultaban por costumbre, comían por costumbre y se odiaban también por costumbre. Cuando Dostoievski cumplió con su sentencia, le escribió a su hermano: “Después de todo, no ha sido tiempo perdido. He aprendido a conocer, si no Rusia, al menos a su gente, a conocerla como tal vez muy pocos la conozcan”. Él la había visto, padecido, escudriñado, y se había tenido que arrepentir de sus palabras, pues antes de que se lo llevaran a Siberia consideraba que todos los seres humanos eran dignos de una redención.
En el sepulcro de los vivos comprendió que la condición humana podía ser de una insensibilidad y perversión sin límites. Cuando le quitaron las cadenas y volvió a la libertad dijo que había resucitado “de entre los muertos”. Dostoievski había sido acusado de traición y fue condenado a la pena capital el 23 de abril de 1849 por haber leído ante sus compañeros del “Círculo Petrashevski” el libro de cartas que el ensayista Grigórievich Belinski le escribió a Nikolái Gogol donde cuestionaba el sistema social ruso y la iglesia, y criticaba la idea de que su cultura proviniera únicamente de Occidente, como lo afirmaba el zar, Nicolás I. Según Henry Troyat, uno de sus biógrafos, antes de pararse frente al pelotón de fusilamiento de la Fortaleza de San Pedro y San Pablo, Dostoievski le comentó a uno de sus compañeros de pena: “se me acaba de ocurrir un cuento”.
Minutos más tarde llegó un carruaje de la gendarmería oficial y un alto jerarca se bajó de él con una carta repleta de sellos y la orden del zar de que se suspendiera la ejecución. La pena fue conmutada por cinco años de trabajos forzados en Omsk, Siberia. El nombre del reo Fiódor Mijáilovich Dostoievski era uno más entre los de decenas de presos que tendrían que convivir por meses y años con sus días y sus noches en la casa de los muertos.