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Este milagro de escribir, que es poner signos y darles un significado, y que es una milenaria evolución que se inició con los sumerios en Babilonia con unas simples cuentas metidas en una rústica cajita para hacer pequeños inventarios sobre lo que había o no había, o lo que alguien debía, o lo que otro alguien tenía, y que en decenas de años se transformó en una línea, y luego en una línea y un punto que querían decir lluvia o sol. Este milagro de la escritura, del legado, de la historia, del pasado, del pensamiento y la razón de ser de las cosas y los actos, que los griegos comprendieron como pocos, tres mil años antes de Cristo, y lo reseñaron y plasmaron, en un principio y durante más de mil años, en mayúsculas, siempre en mayúsculas, sin puntos ni comas, sin separaciones de las palabras ni acentuaciones, conscientes de que solo tenían una superficie de 50 centímetros a lo sumo para plasmar sus textos, y de que por lo mismo, cada palabra tenía que ser la palabra precisa.
Este milagro de las letras, que en un principio eran signos, y que en aquellos principios babilónicos ni siquiera reflejaban una idea, pues nadie se había atrevido a inventar o definir una abstracción. Todo era práctico, todo surgía de una necesidad y de infinidad de temores, empezando por el temor a los dioses, que eran diosas y los cuernos de un toro. Este milagro de que algún ser pensante se hubiera aventurado a unir dos rayas y un punto, o algo por el estilo, para decirle a un vecino que tenía hambre y juntar otra línea para hacerle entender que sentía frío, y aquel milagro de que alguien hubiera dejado para la posteridad aquellos signos, y otras señas, arabescos, rayas y dibujos, primero en una piedra, luego en una tabla, y después, mucho después, en papiros y pergaminos, y siglos después de Cristo, en un papel que se fabricaba de la corteza de un árbol y que los árabes conocieron por unos prisioneros de guerra chinos que les revelaron el secreto en el año de 751.
Este milagro de que a algún escriba, emperador o sacerdote se le hubiera ocurrido reunir textos y textos y juntar rollos de textos y códices en algún lugar para que lo pensado y lo vivido, lo hecho, lo descubierto y lo imaginado no se perdieran, como se perdieron para la eternidad una biografía de Alejandro Magno, un estudio sobre los “Animales maravillosos” de los tiempos antiguos, escrito por un investigador llamado Damasco de Damasco, una historia sobre la vida de Pablo de Tarso, y un estudio que se titulaba “Sobre las palabras difíciles de Platón”, entre cientos de otros miles que ni siquiera pudieron ser mencionados en ninguna obra. Esta certeza de cada palabra que hoy escribimos proviene de un remoto pasado, y de que en algún momento fue la solución a un problema y la salida de un conflicto, una creación para que nos comprendiéramos más y mejor. Este milagro, sí, y esta mágica seguridad de poder escribir con aquello que tantos y tantos lograron, a veces con sangre, a veces hasta con la vida, y hacer parte aunque sea en una infinita medida de ese otro milagro que hemos llamado historia.