Algún día me convencí de que el amor era un negocio: yo te doy, tú me das, y de que tras aquella palabrita había cientos de cientos de intereses. Casi que todo era un interés. Había intereses bonitos, dignos, idealistas, elevados, e intereses mezquinos, arrastrados, rastreros y tramposos. Cada relación era una suma de intereses. Cuando me pregunté por el odio y los odios, concluí que eran el otro lado de la moneda. Que se odiaba como se amaba, y punto. Sin embargo, me quedé pensando en aquella premisa, y luego concluí que el odio también era un negocio: yo te odio, tú me odias. El odio fue un negocio desde los tiempos en los que se fabricaban hachas, y después, espadas y puñales, y más tarde terminó siendo el combustible de la política y los políticos, que pasaron de servir a una sociedad y trabajar por ella a odiar y ser odiados.
De alguna manera, ellos lograron con los años que los medios de comunicación y las redes sociales descubrieran que el sensacionalismo, el odio, el conflicto, la muerte y demás vendían más que la letra seria y profunda, potenciaron las bajas pasiones y se lucraron de ellas: si no había odio, lo crearon; y si había, lo recrudecieron. De buenas a primeras nos llenamos de odios, odios inventados, infundados, heredados, aprendidos; odios como defensas contra enemigos invisibles y odios venganza, odios surgidos de carencias, como algunos amores, y otros, provocados por la presión de los otros y la moda, por una fe que cada quien construyó a su modo, o por una bandera, que en últimas, no fue más que el invento de alguien con varios odios por cobrar para que los demás dieran la vida por la bandera y, sobre todo, para que la entregaran por él.
De repente, el odio estaba por todos lados. En los textos, en las canciones, en el cine, en la gente de arriba y la de abajo, y en muchas ocasiones, en mí. Pero si se trataba de ganar, nadie ganó. Por el odio, con el odio, unos cuantos cobraron venganza o se volvieron millonarios; sin embargo, después vivieron con la pesada carga de sus odios y de lo que hicieron o dejaron de hacer por el odio, y cada noche y cada día fueron una pesadilla más que tuvieron que endilgarles a sus odios, así mintieran en sociedad diciendo, gritando que no odiaban a nadie y que jamás se habían dejado llevar por sus pulsiones, y así trataran de justificarse ante el espejo. Los demás nos hundimos arrastrados por el odio, y cada día odiamos más, y odiando, perdimos el tiempo y la oportunidad de entender que el odio es una voluntad, una simple y llana decisión.
Algún día me convencí de que el amor era un negocio: yo te doy, tú me das, y de que tras aquella palabrita había cientos de cientos de intereses. Casi que todo era un interés. Había intereses bonitos, dignos, idealistas, elevados, e intereses mezquinos, arrastrados, rastreros y tramposos. Cada relación era una suma de intereses. Cuando me pregunté por el odio y los odios, concluí que eran el otro lado de la moneda. Que se odiaba como se amaba, y punto. Sin embargo, me quedé pensando en aquella premisa, y luego concluí que el odio también era un negocio: yo te odio, tú me odias. El odio fue un negocio desde los tiempos en los que se fabricaban hachas, y después, espadas y puñales, y más tarde terminó siendo el combustible de la política y los políticos, que pasaron de servir a una sociedad y trabajar por ella a odiar y ser odiados.
De alguna manera, ellos lograron con los años que los medios de comunicación y las redes sociales descubrieran que el sensacionalismo, el odio, el conflicto, la muerte y demás vendían más que la letra seria y profunda, potenciaron las bajas pasiones y se lucraron de ellas: si no había odio, lo crearon; y si había, lo recrudecieron. De buenas a primeras nos llenamos de odios, odios inventados, infundados, heredados, aprendidos; odios como defensas contra enemigos invisibles y odios venganza, odios surgidos de carencias, como algunos amores, y otros, provocados por la presión de los otros y la moda, por una fe que cada quien construyó a su modo, o por una bandera, que en últimas, no fue más que el invento de alguien con varios odios por cobrar para que los demás dieran la vida por la bandera y, sobre todo, para que la entregaran por él.
De repente, el odio estaba por todos lados. En los textos, en las canciones, en el cine, en la gente de arriba y la de abajo, y en muchas ocasiones, en mí. Pero si se trataba de ganar, nadie ganó. Por el odio, con el odio, unos cuantos cobraron venganza o se volvieron millonarios; sin embargo, después vivieron con la pesada carga de sus odios y de lo que hicieron o dejaron de hacer por el odio, y cada noche y cada día fueron una pesadilla más que tuvieron que endilgarles a sus odios, así mintieran en sociedad diciendo, gritando que no odiaban a nadie y que jamás se habían dejado llevar por sus pulsiones, y así trataran de justificarse ante el espejo. Los demás nos hundimos arrastrados por el odio, y cada día odiamos más, y odiando, perdimos el tiempo y la oportunidad de entender que el odio es una voluntad, una simple y llana decisión.