Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Yo te plagio, tú me plagias, y entre los dos plagiamos a nuestros ancestros y al vecino, a la señora que sale cada mañana a trotar, y con descaro le robamos las ideas aunque sea por unos cuantos segundos al columnista que escribe en un diario. Nos plagiamos los unos a los otros, y entre unos y otros somos plagiados. Cuando escribimos, tomamos ideas de libros escritos por personajes que en su tiempo y a su manera plagiaron a otros personajes en una eterna sucesión de plagios, y lo hacemos con unas cuantas palabras, algunos vocablos, signos, señas, ritmos, normas ortográficas y un orden creados por otros hace cientos o miles de años.
Pintamos, bailamos, cantamos y construimos sobre la base de un plagio que a su vez fue plagio de otros plagios. Vivir es un plagio, para plagiar a Emil Michel Cioran, quien decía, escribía, que “existir es un plagio”. Vivir es un plagio natural, desde lo natural y con toda nuestra naturaleza, por supuesto, desde el respirar, el caminar y mirar hasta el comer y etcétera, pero también es un plagio desde nuestras decisiones, pese a que la mayoría de las veces ni siquiera seamos conscientes de ello. Nos plagiamos desde la escuela y en la escuela, cuando un eminente plagiador nos instruye en el arte del plagio y nos obliga a plagiar, aunque use otras palabras.
Luego nos plagiamos en la calle y en la casa, vía celular, tableta, computador o televisión, cuando copiamos al otro en sus maneras de vestirse, de andar, de comportarse y hablar, e incluso de callar. Somos un plagio de cientos de miles de plagios. Nos usamos entre todos como plagios y nos regulamos como plagios, acatando las normas decididas e impuestas por una espiral ascendente de plagiadores mayores que han logrado hacer del plagio un multimillonario negocio en el que la regla de oro es que se multipliquen a cada minuto los plagios de comidas, vestidos, viajes, modas, películas, lecturas, juegos y espectáculos, creencias, amores, hábitos y apuestas.