“El que muere paga todas sus deudas”: William Shakespeare
Fernando Araújo Vélez
A Shakespeare lo volvieron inmortal doscientos y tantos años después de su muerte, fechada el 23 de abril de 1616 en el municipio de Stratford-upon-Avon, al sur de Birmingham, en Inglaterra. En vida había sido un hombre de teatro que escribía poemas, influenciado por las obras de Christoffer Marlowe, por el pensamiento de Tomás Moro y por Ovidio, Plutarco, Virgilio y Séneca. Fue aplaudido en ocasiones, y hasta ovacionado por un público cada vez más ávido de teatro, soportó el dolor del silencio durante algunas noches, y sufrió hasta la amargura por una que otra crítica que le llegaba cortésmente repleta de veneno. No tenía grandes pasiones, o por lo menos, no las demostraba, ni posiciones éticas, teológicas o políticas.
Cuando llegó a Londres, a finales del siglo XVI, luego de algunos años sin rastro, era algo más que un simple “gacetillero”.”Prestaba poca atención a la ortografía y la gramática e inventaba nuevas palabras cada vez que sentía que las necesitaba”, según escribió el historiador británico Peter Watson. De alguna manera, lentamente, se había desligado de las convenciones, de las rígidas normas del arte, y más que nada, del cristianismo. Era un hombre que pensaba y actuaba por su obra, que era como decir, por sí mismo. Durante muchos siglos se debatió su filiación religiosa en una Inglaterra dividida entre los anglicanos y los católicos, pero jamás nadie pudo encontrar una prueba concreta de que fuera una cosa o la otra, o incluso, de que no fuera ninguna de las dos.
Luego llegó la larga noche de su muerte, y algunos comentarios dispersos que tacharon su trabajo por sus pasajes obscenos, sus estériles juegos de palabras, sus ridículos sentimientos y sus confusas imágenes. Goethe escribió que Romeo y Julieta eran “insoportables”, en medio de un profuso elogio hacia el resto de su obra, incluyendo sus poemas, y con sus comentarios comenzó a reivindicar su obra y su nombre, como lo hizo Maurice Morgann cuando dijo que era un “inmortal dramaturgo y retratista de carácter”. A ellos se les sumaron decenas de críticos y de escritores: Lessing, Schiller, Schlegel, Coleridge, Stendhal. Más allá de que le censuraran su apresuramiento, coincidían en que había puesto un punto y aparte en la creación de personajes.
Por cuestiones de tiempo, de modas, de religión, de todo ello y mucho más, Shakespeare pasó del olvido a la celebridad, y de allí, ya en el siglo XX, a la explotación y a la prostitución de su obra, su nombre y su figura. Incluso, unos cuantos mercaderes lanzaron la hipótesis de que jamás había existido. Crearon un mito sobre el mito y siguieron vendiendo Shakespeares de todos los tamaños y colores, y en todos los idiomas. “El que muere paga todas sus deudas”, había escrito él.
A Shakespeare lo volvieron inmortal doscientos y tantos años después de su muerte, fechada el 23 de abril de 1616 en el municipio de Stratford-upon-Avon, al sur de Birmingham, en Inglaterra. En vida había sido un hombre de teatro que escribía poemas, influenciado por las obras de Christoffer Marlowe, por el pensamiento de Tomás Moro y por Ovidio, Plutarco, Virgilio y Séneca. Fue aplaudido en ocasiones, y hasta ovacionado por un público cada vez más ávido de teatro, soportó el dolor del silencio durante algunas noches, y sufrió hasta la amargura por una que otra crítica que le llegaba cortésmente repleta de veneno. No tenía grandes pasiones, o por lo menos, no las demostraba, ni posiciones éticas, teológicas o políticas.
Cuando llegó a Londres, a finales del siglo XVI, luego de algunos años sin rastro, era algo más que un simple “gacetillero”.”Prestaba poca atención a la ortografía y la gramática e inventaba nuevas palabras cada vez que sentía que las necesitaba”, según escribió el historiador británico Peter Watson. De alguna manera, lentamente, se había desligado de las convenciones, de las rígidas normas del arte, y más que nada, del cristianismo. Era un hombre que pensaba y actuaba por su obra, que era como decir, por sí mismo. Durante muchos siglos se debatió su filiación religiosa en una Inglaterra dividida entre los anglicanos y los católicos, pero jamás nadie pudo encontrar una prueba concreta de que fuera una cosa o la otra, o incluso, de que no fuera ninguna de las dos.
Luego llegó la larga noche de su muerte, y algunos comentarios dispersos que tacharon su trabajo por sus pasajes obscenos, sus estériles juegos de palabras, sus ridículos sentimientos y sus confusas imágenes. Goethe escribió que Romeo y Julieta eran “insoportables”, en medio de un profuso elogio hacia el resto de su obra, incluyendo sus poemas, y con sus comentarios comenzó a reivindicar su obra y su nombre, como lo hizo Maurice Morgann cuando dijo que era un “inmortal dramaturgo y retratista de carácter”. A ellos se les sumaron decenas de críticos y de escritores: Lessing, Schiller, Schlegel, Coleridge, Stendhal. Más allá de que le censuraran su apresuramiento, coincidían en que había puesto un punto y aparte en la creación de personajes.
Por cuestiones de tiempo, de modas, de religión, de todo ello y mucho más, Shakespeare pasó del olvido a la celebridad, y de allí, ya en el siglo XX, a la explotación y a la prostitución de su obra, su nombre y su figura. Incluso, unos cuantos mercaderes lanzaron la hipótesis de que jamás había existido. Crearon un mito sobre el mito y siguieron vendiendo Shakespeares de todos los tamaños y colores, y en todos los idiomas. “El que muere paga todas sus deudas”, había escrito él.