Publicidad

El viaje final de Antonio Machado

Fernando Araújo Vélez
29 de septiembre de 2024 - 11:10 a. m.

“Estos días azules y este sol de la infancia”, decía uno de los versos que Antonio Machado había garabateado y metido en su bolsillo, tal vez para que la muerte no se llevara sus últimas palabras, y con ellas, su lejana infancia, cuando empezó a escribir poemas, “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”, y sus años de adolescente, repletos de golpes y de versos y caminos, “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Hacía tres años que Rafael Alberti había ido a su casa en Madrid para implorarle que se fuera, pues los nacionalistas habían comenzado a sitiar la ciudad y pronto habría bombardeos, desapariciones, ejecuciones y fusiles y sangre y muerte. Ya la guerra estaba a la vuelta de su casa, pero con la guerra y por la guerra, Machado escribía más.

Días atrás le había escrito un poema a Federico García Lorca, asesinado en Granada. “Se le vio, caminando entre fusiles, por una calle larga, / salir al campo frío, / aún con estrellas de la madrugada. / Mataron a Federico / cuando la luz asomaba…”. Él también percibía los fusiles. Era sospechoso porque pensaba y escribía, porque decía. Al final, le dijo que sí a Alberti y se fue a Valencia, con su madre, doña Ana Ruiz, y con algunos de sus hermanos, y allí dijo y escribió. Luego viajó a Villa Amparo, en Rocafort, y siguió escribiendo entre fusiles y de fusiles y de su eterno amor por “Guiomar”, hasta que también tuvo que huir de allí y se fue un tiempo a Barcelona. Adelgazó. Su piel perdió el color. Le dolían los huesos, las venas.

Sus ojos se volvieron opacos. Sus manos temblaban y sus pasos eran casi una quimera. “Tengo la certeza de que el extranjero significaría mi muerte”, dijo entonces, mientras se arrastraba hacia el exilio, que era el olvido y el final. Consiguió una habitación en un pueblito francés, Collioure, en la pensión de Bougnol, cuya propietaria era una señora de apellido Quintana a quien más de una vez le prometió que si no le llegaba algún dinero, le pagaría sus deudas con poemas. Pasaron los días y unas cuantas semanas. Llegó el mes de febrero del 39. Machado apenas si podía tomar unas cuantas notas, y decir, o murmurar, “merci, madame, merci”. El 22, pasado el mediodía, se aferró a la mano de su madre y susurró un muy lejano “adiós, mamá”.

Fernando Araújo Vélez

Por Fernando Araújo Vélez

De su paso por los diarios “La Prensa” y “El Tiempo”, El Espectador, del cual fue editor de Cultura y de El Magazín, y las revistas “Cromos” y “Calle 22”, aprendió a observar y a comprender lo que significan las letras para una sociedad y a inventar una forma distinta de difundirlas.Faraujo@elespectador.com

 

Oscar(36876)Hace 2 horas
Que delicia de columna
RonaldCronopio(26037)Hace 5 horas
Bellísima Columna!!!
Bernardo(19824)Hace 7 horas
Fernando: Al igual que Machado, nuestro Barba-Jacob sabía que "hay unos días más azules que otros". Por eso hay que cultivar todo el calor que nos ofrece "este sol de la infancia". Gracias por la remenbranza de don Antonio el eterno caminante de la poesía.
Álamo(88990)Hace 8 horas
¡Machado, (por) siempre Machado! Qué columna del espíritu. Gracias.
Atenas(06773)Hace 8 horas
¡Qué refrescante hoy tu texto, Fernando! Del triste final del poeta Antonio Machado, de quien siempre me he sentido admirador por el enfermizo amor a su mujer, la párvula doncella L. Izquierdo, y de las penurias y lo breve de su enlace q’ profundas heridas le causó. Atenas.
Ver más comentarios
Este portal es propiedad de Comunican S.A. y utiliza cookies. Si continúas navegando, consideramos que aceptas su uso, de acuerdo con esta  política.
Aceptar