El viaje final de Antonio Machado
Fernando Araújo Vélez
“Estos días azules y este sol de la infancia”, decía uno de los versos que Antonio Machado había garabateado y metido en su bolsillo, tal vez para que la muerte no se llevara sus últimas palabras, y con ellas, su lejana infancia, cuando empezó a escribir poemas, “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”, y sus años de adolescente, repletos de golpes y de versos y caminos, “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Hacía tres años que Rafael Alberti había ido a su casa en Madrid para implorarle que se fuera, pues los nacionalistas habían comenzado a sitiar la ciudad y pronto habría bombardeos, desapariciones, ejecuciones y fusiles y sangre y muerte. Ya la guerra estaba a la vuelta de su casa, pero con la guerra y por la guerra, Machado escribía más.
Días atrás le había escrito un poema a Federico García Lorca, asesinado en Granada. “Se le vio, caminando entre fusiles, por una calle larga, / salir al campo frío, / aún con estrellas de la madrugada. / Mataron a Federico / cuando la luz asomaba…”. Él también percibía los fusiles. Era sospechoso porque pensaba y escribía, porque decía. Al final, le dijo que sí a Alberti y se fue a Valencia, con su madre, doña Ana Ruiz, y con algunos de sus hermanos, y allí dijo y escribió. Luego viajó a Villa Amparo, en Rocafort, y siguió escribiendo entre fusiles y de fusiles y de su eterno amor por “Guiomar”, hasta que también tuvo que huir de allí y se fue un tiempo a Barcelona. Adelgazó. Su piel perdió el color. Le dolían los huesos, las venas.
Sus ojos se volvieron opacos. Sus manos temblaban y sus pasos eran casi una quimera. “Tengo la certeza de que el extranjero significaría mi muerte”, dijo entonces, mientras se arrastraba hacia el exilio, que era el olvido y el final. Consiguió una habitación en un pueblito francés, Collioure, en la pensión de Bougnol, cuya propietaria era una señora de apellido Quintana a quien más de una vez le prometió que si no le llegaba algún dinero, le pagaría sus deudas con poemas. Pasaron los días y unas cuantas semanas. Llegó el mes de febrero del 39. Machado apenas si podía tomar unas cuantas notas, y decir, o murmurar, “merci, madame, merci”. El 22, pasado el mediodía, se aferró a la mano de su madre y susurró un muy lejano “adiós, mamá”.
“Estos días azules y este sol de la infancia”, decía uno de los versos que Antonio Machado había garabateado y metido en su bolsillo, tal vez para que la muerte no se llevara sus últimas palabras, y con ellas, su lejana infancia, cuando empezó a escribir poemas, “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”, y sus años de adolescente, repletos de golpes y de versos y caminos, “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”. Hacía tres años que Rafael Alberti había ido a su casa en Madrid para implorarle que se fuera, pues los nacionalistas habían comenzado a sitiar la ciudad y pronto habría bombardeos, desapariciones, ejecuciones y fusiles y sangre y muerte. Ya la guerra estaba a la vuelta de su casa, pero con la guerra y por la guerra, Machado escribía más.
Días atrás le había escrito un poema a Federico García Lorca, asesinado en Granada. “Se le vio, caminando entre fusiles, por una calle larga, / salir al campo frío, / aún con estrellas de la madrugada. / Mataron a Federico / cuando la luz asomaba…”. Él también percibía los fusiles. Era sospechoso porque pensaba y escribía, porque decía. Al final, le dijo que sí a Alberti y se fue a Valencia, con su madre, doña Ana Ruiz, y con algunos de sus hermanos, y allí dijo y escribió. Luego viajó a Villa Amparo, en Rocafort, y siguió escribiendo entre fusiles y de fusiles y de su eterno amor por “Guiomar”, hasta que también tuvo que huir de allí y se fue un tiempo a Barcelona. Adelgazó. Su piel perdió el color. Le dolían los huesos, las venas.
Sus ojos se volvieron opacos. Sus manos temblaban y sus pasos eran casi una quimera. “Tengo la certeza de que el extranjero significaría mi muerte”, dijo entonces, mientras se arrastraba hacia el exilio, que era el olvido y el final. Consiguió una habitación en un pueblito francés, Collioure, en la pensión de Bougnol, cuya propietaria era una señora de apellido Quintana a quien más de una vez le prometió que si no le llegaba algún dinero, le pagaría sus deudas con poemas. Pasaron los días y unas cuantas semanas. Llegó el mes de febrero del 39. Machado apenas si podía tomar unas cuantas notas, y decir, o murmurar, “merci, madame, merci”. El 22, pasado el mediodía, se aferró a la mano de su madre y susurró un muy lejano “adiós, mamá”.