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Tú me etiquetas, yo te etiqueto, ella nos etiqueta. Todos nos etiquetamos, y tal vez sin darnos cuenta, de tanta etiqueta que va y viene nos vamos volviendo simples etiquetas y quedamos encarcelados en ellas, como una definición y nada más que una definición, sin opciones de cambiar, sin posibilidades de evolucionar, de decir, “¿sabe qué?, me arrepiento de lo que dije y me echo para atrás, a fin de cuentas, no soy un río”. Nos etiquetamos y nos calificamos, con esa arrogancia que hay detrás de cada calificador, para no hablar de moralistas al extremo, y nos dividimos en bandos, en millones de bandos a los que pertenecemos o no, haciéndonos de paso acreedores a los odios o amores de nuestros compañeros o enemigos de bando, y si lo vemos bien, al favor y al aplauso, o al linchamiento descarnado de los co o los contraetiquetados.
Nos etiquetamos, como una camisa o un par de zapatos, y cual camisa o par de zapatos, somos de mejor o de peor calidad, que es como decir, de mejor o peor sangre, y también, cual artículos exhibidos en una vidriera, nos exhibimos con nuestra etiqueta siempre bien visible, para que no haya dudas sobre nuestra calidad, procedencia, utilidad y precio. A fin de cuentas, lo que importa es la etiqueta y lo que digan de nosotros, no lo que seamos o lo que podamos llegar a ser. Nos etiquetaron desde que nacimos, con la huella digital de nuestro diminuto pie y un número, y luego, con los años, en el kínder, en la escuela, la universidad, los primeros trabajos y los últimos y la vida, aquella primera etiqueta se fue llenando y la fuimos llenando nosotros de datos definitivos, inalterables, casi que infinitos.
Y el dato original, el dato de origen para todos los otros datos, fue la primera opinión que alguien vertió sobre nosotros. La primera etiqueta. Así, tan frágil como lapidariamente, se fue construyendo un imaginario cuyo único sustento era la palabra de alguien, y después, de varios alguienes que repetían y repitieron y se encargaron de reforzar el calificativo inicial. Por nacer acá o allá, por estudiar aquí, por una broma o un comentario, por defender a un personaje o criticarlo o por nuestros simples gustos, nos sentenciaron a ser de uno u otro grupo para el resto de nuestros años, y si alguna vez tuvimos la convicción y la fortaleza de intentar arrancarnos aquella etiqueta, alguno de los miembros del régimen del calificativo la recogió para que el tribunal supremo de las etiquetas le estampara un indeleble sello que dijera “Tibio”.
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