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El último de sus amigos, Franz Overbeck, fue el primero que viajó hasta Turín para saber cómo estaba en realidad Friedrich Nietzsche. Corrían los primeros días de enero del año de 1889, y ya desde hacía varios meses Overbeck había empezado a sospechar que Nietzsche deliraba. Cuando le escribía una carta, recibía una respuesta salida de tono, como aquella última que lo hizo tomarse un carruaje para viajar toda la noche y constatar lo que tanto había supuesto. Cuando llegó a la posada del señor Davide Fino, que lo vigilaba y cuidaba, se encontró con un hombre de ropas descuidadas y bigote largo y espeso, acuclillado contra un rincón, que leía y hablaba en voz alta y se definía como el bufón de las nuevas eternidades, y quien de repente brincaba hacia un piano y aporreaba sus teclas al compás de sus frases.
Fino le contó entonces que el día anterior, el ‘professore’ se había lanzado a abrazar a un caballo en pleno centro de Turín. Overbeck le dijo a Nietzsche que debían irse de Turín, pero recibió un contundente no. Salió, fue en busca de un doctor y regresó con un dentista, Leopold Bettman, quien fue a ver al paciente y lo convenció del viaje a Basilea, pues allí lo esperaba una multitud que necesitaba verlo y ovacionarlo. Nietzsche sonrió. Antes de partir, le pidió al señor Fino su gorra. En sus fantasías, aquella gorra era una corona. Desde niño se había considerado un ser especial, tocado por la varita de los elegidos, pues entre tantas otras razones, había nacido el mismo día que el rey de Prusia, el 15 de octubre, y cuando le celebraban el cumpleaños a su majestad Federico Guillermo IV, también lo homenajeaban a él, su alteza Friedrich Wilhelm Nietzsche.
Cinco días atrás había usado sus últimas horas de profunda lucidez corrigiendo algunas de las páginas finales de Ecce Homo, su testamento, la explicación de su vida y de su obra, “la más original introducción a su obra que pudiera pensarse”, como lo explicó Andrés Sánchez Pascual, traductor de varios de sus textos, un libro difícil, censurado por su hermana Elisabeth y por su amigo Peter Gast, y recuperado en julio de 1969 por G. Colli y M. Montinari. “La felicidad de mi existencia, tal vez su carácter único, se debe a su fatalidad; yo, para expresarme en forma enigmática, como mi padre ya he muerto, y como mi madre todavía vivo y voy haciéndome viejo”, había escrito en las primeras líneas de aquel libro que decidió publicar el 15 de octubre de 1888, día de su cumpleaños número 44, para “contarse su vida a sí mismo”.
Allí, en uno de los apartes de aquellas páginas polémicas y enigmáticas, escritas al borde del delirio, se describió y dijo: “Yo no soy un hombre, soy dinamita”