A usted, a quien perfectamente podríamos llamar “homo copia”, y quien también perfectamente podría ser aquel, aquella, todos y yo, con unas pocas excepciones. A usted, a quien desde niño dejaron en una escuela donde comenzaron a moldearlo a imagen y semejanza de unos profesores autoseñalados como profesores, que en muchos casos era uno solo para 50 o más alumnos, sus compañeros. Las ideas de una persona, multiplicadas en 50 niños y por 50, para decirlo mejor, y así durante años y años. A usted, a quien al mismo tiempo fueron matriculando en clases de todo lo que quisiera, o en clases de lo que sus padres decidieron que era lo mejor para que usted fuera como los demás, igual a los demás, una copia de los demás. Un día, pianista, al otro, guitarrista o cantante, cada dos semanas actor, y los demás, jugador de fútbol, de tenis, boxeador o karateca.
A usted, que en un momento se dio cuenta de que tenía una individualidad y era un individuo, pero no supo qué hacer con aquel descubrimiento porque era más sencillo no luchar contra todas las copias y homo copias que había conocido, empezando por sus padres. En vez de diferenciare, se plegó, y en lugar de dar la pelea más importante que tenía que dar, conocerse y ser, prefirió dejarse llevar para que los demás lo admitieran en sus círculos, que era como decir para que los demás le permitieran ser parte de ellos y ser, con ellos, una copia de otras copias de millones de copias, una pequeña sociedad de homo copias, o de homo cuppas, para escribirlo en latín y de acuerdo con su genealogía. Un buen día, o un mal día —uno ya ni sabe—, se miró al espejo y se vio vestido igual a todo el mundo, caminando, hablando y actuando igual y, lo peor de todo, pensando igual. La igualdad en toda su dimensión.
Cuando estaba a punto de preguntarse qué había hecho con su vida, sonó el pitido de su celular y vio que algún lejano homo cuppa le había regalado un “me gusta” a la copia de una foto que había publicado en sus redes sociales, en la que sonreía con su familia y en su casa, elegidos de acuerdo con las casas y las familias de sus hermanos, amigos e incluso de sus enemigos. A usted, que esa mañana se fue con su montón de likes orgulloso a trabajar. A usted, que inmerso ya en la costumbre de la hipocresía potenciada y multiplicada del WhatsApp, se burló de las palabras de un compañero que hablaba de los peligros de la robotización a la que nos estaban llevando las redes, las mediciones y, en general, la tecnología, y de la urgencia de recuperar unos cuantos viejos valores. A usted, que creyó que jamás se había perdido.
A usted, a quien perfectamente podríamos llamar “homo copia”, y quien también perfectamente podría ser aquel, aquella, todos y yo, con unas pocas excepciones. A usted, a quien desde niño dejaron en una escuela donde comenzaron a moldearlo a imagen y semejanza de unos profesores autoseñalados como profesores, que en muchos casos era uno solo para 50 o más alumnos, sus compañeros. Las ideas de una persona, multiplicadas en 50 niños y por 50, para decirlo mejor, y así durante años y años. A usted, a quien al mismo tiempo fueron matriculando en clases de todo lo que quisiera, o en clases de lo que sus padres decidieron que era lo mejor para que usted fuera como los demás, igual a los demás, una copia de los demás. Un día, pianista, al otro, guitarrista o cantante, cada dos semanas actor, y los demás, jugador de fútbol, de tenis, boxeador o karateca.
A usted, que en un momento se dio cuenta de que tenía una individualidad y era un individuo, pero no supo qué hacer con aquel descubrimiento porque era más sencillo no luchar contra todas las copias y homo copias que había conocido, empezando por sus padres. En vez de diferenciare, se plegó, y en lugar de dar la pelea más importante que tenía que dar, conocerse y ser, prefirió dejarse llevar para que los demás lo admitieran en sus círculos, que era como decir para que los demás le permitieran ser parte de ellos y ser, con ellos, una copia de otras copias de millones de copias, una pequeña sociedad de homo copias, o de homo cuppas, para escribirlo en latín y de acuerdo con su genealogía. Un buen día, o un mal día —uno ya ni sabe—, se miró al espejo y se vio vestido igual a todo el mundo, caminando, hablando y actuando igual y, lo peor de todo, pensando igual. La igualdad en toda su dimensión.
Cuando estaba a punto de preguntarse qué había hecho con su vida, sonó el pitido de su celular y vio que algún lejano homo cuppa le había regalado un “me gusta” a la copia de una foto que había publicado en sus redes sociales, en la que sonreía con su familia y en su casa, elegidos de acuerdo con las casas y las familias de sus hermanos, amigos e incluso de sus enemigos. A usted, que esa mañana se fue con su montón de likes orgulloso a trabajar. A usted, que inmerso ya en la costumbre de la hipocresía potenciada y multiplicada del WhatsApp, se burló de las palabras de un compañero que hablaba de los peligros de la robotización a la que nos estaban llevando las redes, las mediciones y, en general, la tecnología, y de la urgencia de recuperar unos cuantos viejos valores. A usted, que creyó que jamás se había perdido.