Habrá que imaginar a Beethoven en su estudio, caminando de un lado hacia el otro, esquivando papeles sueltos y legajos de todos los tamaños, y sobres, cartas, libros, plumas, tazas, platos, bandejas, copas, botellas de vino a medio terminar, hojas de notación musical, obras por acabar o acabadas, abriendo y cerrando la ventana de su cuarto, yendo y volviendo hacia un piano y repitiendo entre tarareos una frase india que había escrito cientos de veces en cientos de cuadernos distintos que decía, “Que el móvil de tu acción sea tu acción, y no el éxito de tu acción”, y habrá que imaginarlo tenso, casi eufórico, con los ojos vidriosos y los puños cerrados, tratando de terminar de convencerse de que ese proverbio, ese antiguo, milenario proverbio indio, era la clave del arte, de la creación, y en últimas, de la vida.
Habrá que suponer que todas y cada una de sus composiciones estaban impregnadas de principio a fin por esa acción por la acción, y que en más de una oportunidad, cuando lo atacaban el pánico a quedarse del todo sordo o incluso a la muerte, o la rabia de la incomprensión, o en los momentos en los que lo devoraban las ansias de un amor o lo desbordaba la estupidez de los demás, él se aferraba a su música, al arte por el arte, a la acción por la acción y a la obra por la obra y solo la obra, y habrá que creer que de allí surgían su fuerza, su gran fuerza, su razón de vivir, su incesante búsqueda, el caminar y caminar y ensayar y errar y volver a comenzar para encontrar la nota exacta, la nota que él consideraba perfecta.
Habrá que convencerse de que detrás de cada una de sus notas estaba él, con sus interminables tribulaciones y sus infinitas contradicciones, y que sus obras hablaban por sí mismas, por la música y los silencios, por la estructura y el ritmo, la armonía, la melodía y demás, pero también decían, dijeron y gritaron durante años y años hasta nuestros días por lo que transmitían sin necesidad de explicaciones, por lo que expresaba Beethoven con su trabajo, más allá de los resultados, o del “éxito”, para retornar a una de las palabras del adagio indio: una valentía a prueba de triunfos, un romper sin pretensiones, una autenticidad despojada de temores, de temeridad y ostentación, y la creación por la creación, sin manuales ni deberes ser, sin más condiciones que las que requería su obra.
Habrá que imaginar a Beethoven en su estudio, caminando de un lado hacia el otro, esquivando papeles sueltos y legajos de todos los tamaños, y sobres, cartas, libros, plumas, tazas, platos, bandejas, copas, botellas de vino a medio terminar, hojas de notación musical, obras por acabar o acabadas, abriendo y cerrando la ventana de su cuarto, yendo y volviendo hacia un piano y repitiendo entre tarareos una frase india que había escrito cientos de veces en cientos de cuadernos distintos que decía, “Que el móvil de tu acción sea tu acción, y no el éxito de tu acción”, y habrá que imaginarlo tenso, casi eufórico, con los ojos vidriosos y los puños cerrados, tratando de terminar de convencerse de que ese proverbio, ese antiguo, milenario proverbio indio, era la clave del arte, de la creación, y en últimas, de la vida.
Habrá que suponer que todas y cada una de sus composiciones estaban impregnadas de principio a fin por esa acción por la acción, y que en más de una oportunidad, cuando lo atacaban el pánico a quedarse del todo sordo o incluso a la muerte, o la rabia de la incomprensión, o en los momentos en los que lo devoraban las ansias de un amor o lo desbordaba la estupidez de los demás, él se aferraba a su música, al arte por el arte, a la acción por la acción y a la obra por la obra y solo la obra, y habrá que creer que de allí surgían su fuerza, su gran fuerza, su razón de vivir, su incesante búsqueda, el caminar y caminar y ensayar y errar y volver a comenzar para encontrar la nota exacta, la nota que él consideraba perfecta.
Habrá que convencerse de que detrás de cada una de sus notas estaba él, con sus interminables tribulaciones y sus infinitas contradicciones, y que sus obras hablaban por sí mismas, por la música y los silencios, por la estructura y el ritmo, la armonía, la melodía y demás, pero también decían, dijeron y gritaron durante años y años hasta nuestros días por lo que transmitían sin necesidad de explicaciones, por lo que expresaba Beethoven con su trabajo, más allá de los resultados, o del “éxito”, para retornar a una de las palabras del adagio indio: una valentía a prueba de triunfos, un romper sin pretensiones, una autenticidad despojada de temores, de temeridad y ostentación, y la creación por la creación, sin manuales ni deberes ser, sin más condiciones que las que requería su obra.